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tannhauser

LA HUELLA DEL PERDEDOR

En el centro de un laberinto vegetal del cual sólo uno de los dos jugadores conoce el secreto, la partida da comienzo. Olivier, partiendo con ventaja subrepticia, mueve pieza; blancas juegan.

Tras unos tanteos preliminares para medir al adversario y un breve intercambio de peones en amable pugna por el centro, las blancas plantan audazmente su celada en forma de gambito de caballo disfrazado de joyas luminiscentes que son falsa promesa de un sueño de días de felicidad y abundancia. Caine, ingenuo, ensimismado, hipnotizado por el brillo de un sueño que creía inalcanzable, ignorante todavía del juego que se desenvuelve en su torno, cae de lleno en el cebo de humillación hábilmente tendido por el general blanco, tan curtido en el estudio y la recreación de mil y una batallas ficcionales.

Dos Maestros de la Celada


En una jugada maestra las blancas arrasan el damero cobrándose pieza tras pieza y las huestes negras, desmayadas y huidas, cayeron, inocentes, en las distintas intrigas planeadas por el contrario. Sin apenas apercibirse de lo acontecido se encuentran de repente al borde del abismo, suplicando, implorando, bañando en lágrimas su terrible humillación en una partida, un juego, una vida que ya ven perdidas. Resuena entonces el tercer disparo, tal vez el de verdad, quizá esta vez sí, el definitivo, y las filas negras se derrumban sin sentido escalera abajo; el asalto final al Rey Pardo, solitario, indefenso, parece concluyente… Las blancas ganan el asalto… pero sólo en apariencia… porque el enemigo no ha dicho aún su última palabra.

Confiadas ante una superioridad que creen evidente, creyendo acabado al Rey Negro, decide seguir jugando, alargar su agonía, recrearse complaciente en el desmembramiento de sus defensas, bajando con ello su guardia, descuidando sus flancos, mientras las negras, exhaustas mas no acabadas, iracundas ante su reciente ridículo en el tablero, preparan sigilosamente el contraataque, la venganza que servirán, de ser posible, acompañada del frío glacial de la misma muerte.

Desenvolviéndose en la sombra a través de estudiados movimientos aparece en escena el inspector Doppler; la Reina Negra desdoblada. Fue un gran error del general blanco no acabar con ella cuando tuvo la oportunidad, y más aún, postrarla, humillarla, reírse de ella en su cara; encolerizarla. Ahora su oposición inmisericorde podría llegar a ser letal. Una a una las vitales piezas blancas caen ente el ataque de la Reina Negra disfrazada. Cada movimiento, cada diálogo, cada pequeño gesto de estos dos magníficos jugadores rebela en ellos múltiples matices, detalles infinitos; empezamos ya a conocerlos en hondura… sus brillos, sus talentos, sus defectos, sus miserias… que de todo ambos tienen en abundancia.

Pero ahora las negras, desesperadas, atacan furibundas deslizándose audaces por el teatro de operaciones, y las blancas, totalmente sorprendidas, se baten en retirada perdiendo en su huida tantas piezas como apostura, elegancia y dignidad. Una vez dada la vuelta a la tortilla, retornada con creces la celada, cuando ya las blancas abandonan toda esperanza de victoria, las negras se detienen, quitándose la máscara. La Reina Negra se quita el velo, inmolándose, mostrándole de paso al general enemigo, en su mueca final de chanza, la carencia de sus brillantes tácticas de academia, la humillación de su a priori perfecta formación de estratega.

Silencio… Calma tras la batalla… Risas cómplices por ambos bandos… ¿Tablas?...

En absoluto, porque mientras el general blanco aprendió sus artimañas en los libros, siempre tan lejos del barro de la batalla, y no vio en la partida más que un juego que se gana desde la desventaja del adversario, el general negro ganó sus galones a base de sudor, sangre, múltiples derrotas, ácidas lágrimas, y llevado en volandas por el rencor del traicionado, el orgullo del ingenuo capitán que subió desde lo más bajo, la desconfianza del humillado, jamás comienza una partida si no es para culminarla con una victoria total.
Y en el duelo final de Reyes-Generales, de uno y otro se evidencian sus carencias, se nos muestran sus virtudes, ya tan pocas… y en el juego último de reyes solitarios y serviles peones, las negras demuestran más audacia. La última celada resulta ser definitiva y la humillación del cerebro blanco resulta ser total… su derrumbe moral se le antoja inaceptable.

Las negras dan por concluida la partida sabiéndose ganadoras morales del encuentro todo y que el Rey Blanco sigue aún en pie, pero todo él demacrado, rojo de rabia, asfixiado en su vergüenza, manchadas sus níveas carnes de la negrura del carbón y el lodo que jamás antes le habían hecho besar… De nuevo, sólo a través de la desventaja, del engaño vil y la trampa cobarde, ya fuera del tablero, concluye finalmente el duelo. Un nuevo disparo, el cuarto, esta vez sí el definitivo, derriba para siempre a Caine, y su carcajada moribunda inunda y ensordece toda la sala mientras las sirenas de la policía se acercan a condenar a un Olivier desahuciado, impotente, derrotado, agónico bajo el estigma del cazador cazado… y todas las piezas blancas, sacrificadas a su voluntad durante el juego, como fantasmas ensabanados recreados en autómatas juguetes, celebran y aplauden su caída…

… Jaque Mate… Las Negras ganan…

© JIP

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