El Subterfugio Schopenhauer
"Empecé a aburrirme cuando llevaba allí unos quince días. En todo ese tiempo, no me moví de la tienda. Las ventas iban bien. Los libros tenían buena salida; y en cuanto a la publicidad, me lo daban todo hecho. Cada semana la central me mandaba junto con el paquete de libros en depósito, unos cuantos folletos y desplegables, para que los colocara en las estanterías bajo el libro correspondiente o en un lugar bien visible. En la mayoría de los casos, con leer la reseña del libro y abrirlo por cuatro o cinco páginas distintas ya me hacía una idea más que suficiente de su contenido; más que suficiente, en cualquier caso, para poder dar una respuesta satisfacctoria al desgraciado que se dejara convencer por los reclamos al uso: la cubierta ilustrada, el folleto y la foto del autor con la breve noticia biográfica. Los libros son muy caros, y todos esos artificios tienen una finalidad muy concreta; desmuestran, además. que la gente no siente ningún interés por comprar buena literatura; el libro que quieren leer es el que recomienda su club, el libro del que se habla, y su contenido les importa un bledo.
De algunos títulos recibía un montón de ejemplares, con una nota recomendándome que los colocara en el escaparate, e impresos para distribuir. Dejaba una pila junto a la caja, y metía uno en cada paquete de libros. La gente no rehúsa nunca los impresos en papel couché, y las pocas frases que en ellos figuraban eran precisamente el tipo de cuento que había que contar a la clientela de una ciudad como aquélla. La central utilizaba este sistema para los libros más o menos escandalosos, y la misma tarde ya habían volado todos los ejemplares".
Así empieza el segundo capítulo de Escupiré sobre vuestra tumba, de Boris Vian, publicada en 1946, y ya resulta revelador comprobar cómo hoy día, 60 años depués, el mundo editorial, la industria editorial, funciona exactamente igual. Sólo ha cambiado el volumen de negocio, de dinero que mueve, que ha crecido, por supuesto, como ha crecido el volumen de basura que publica, que por lo tanto se vende. No se cómo nos lo hacemos, la bazofia siempre hay quien la quiera. Llevo casi un año trabajando aquí, las oportunidades que he tenido para recomendar buenos libros, literatura de verdad, se pueden contar con los dedos de una mano, además amputada: tantas como tres. Un guardián entre el centeno; el bello verano de Pavese; y aún el viaje al fin de la noche de Céline me costó lo mío enchufarlo, se resistió no poco el tío aquél, me miraba raro, debía pensar que le estaba intentando joder... La gente que te viene con que le recomiendes un libro no quiere oír ni hablar de literatura; sólo buscan bestselers: "Lo último que me leí fue El código Da Vinci", te dicen, te lo sueltan tal que así, sin el menor reparo o escrúpulo: al final son ellos quienes te acaban por joder; terminas desesperado. Les hablas de Durrell, les hablas de Conrad, de Stendhal, de Poe... no tienen ni idea, ni saben ni contestan, los dejas noqueados: preferirían, la verdad, algo más al estilo La Sombra del Viento, o La Catedral del Mar, o El enigma Dante, o El Lienzo de Tintoretto, tanto da, porque son intercambiables... Por un instante te pasa por la cabeza ser un auténtico cabrón, reírte en su misma jeta, y hablarles de las supinas lindezas, emocionantes requiebros del "Manuscrito Beckenbauer", a ver si les da por caer: "¿Y lo tienes aquí, podría verlo?"; "Er... estooo... Uy, me temo que no, es una pena, está descatalogado... ¡pero fue todo un éxito!"... Después del huracán Dan Brown la literatura debería haber sido declarada zona catastrófica... Y digo bien, "literatura", porque a editores, distribuidores y libreros el negocio les va de puta madre, viento en popa, la cosa marcha mejor que bien. Miras los títulos más vendidos de narrativa, siempre los mismos, tochanos de 500 páginas de media, llamatívisimas portadas, de veinte a treinta euros el ejemplar -cinco mil pelas, amigos..., cinco mil pelas un libro, tal como suena, y a nadie se le cae la cara de vergüenza-, que te cuentan con un estilo ramplón, una sintaxis de mierda, diálogos de juzgado de guardia, cómo se las arregló Brunelleschi para esconder la fórmula del movimiento perpetuo y de paso también un frasquito de penicilina en una cavidad secreta de su famosa cúpula florentina. Así está el percal, a ver quién la dice más gorda... De hecho no tengo ni por qué saber de qué coño van los libros -náusea me da llamarlos novelas-, con decir que éste está siendo el más vendido -arrasa-, y todo el mundo que lo compra vuelve diciendo que le encantó -mentira-, ya lo tienes todo; se lo llevan al vuelo, porque en realidad no están buscando que les cuenten una historia -mejor o peor, pero historia-; buscan lo que buscan en el resto de parcelas de la vida: ir a la moda. Seguir la corriente. Tener lo que otros tienen, lo que otros les han dicho que tienen, las más de las veces por envidia. Por patético que resulte, como pasa con las películas, como ocurre con la tele, también cómo no, con los discos y tantas otras cosas, tenemos los libros que nos merecemos. Y digo películas en lugar de cine, discos en lugar de música, libros en lugar de literatura. Es la distancia, la nada sutil divergencia entre arte e industria. Ya que siempre quedará esa minoría que disfrute el arte en vez de comprarlo. Son los mismos cuatro gatos de toda la vida, que nunca te piden que les recomiendes una lectura porque saben de sobra qué buscan -por poco que quede, cada día más reducido su coto de caza-, dónde encontrarlo. Y al que me diga que soy un hipócrita, sofista demagogo, por no hacer nada al respecto, sólo quejarme y cruzarme indolente de brazos en lugar de hacer algo al respecto, aunque sólo fuese en la pequeña medida de mis posibles, le responderé: amigo mío, cobro 800 putos euros al mes por asesinar aquí mis segundos..., ¡ni siquiera llego a mileurista, Espido Freire!, y además esta batalla ya estaba perdida de antemano. Tengo guerras mejores en las que dejarme los huesos...