Hasta los mismísimos ya desde hace meses de que esta página cargue cuando le da la puta gana, abandono Blogia, esta plataforma que siempre ha dejado tanto que desear...
A partir de hoy empieza la guerra, cierto, pero tendréis que seguirla en otro lugar:
El correo me deparaba un pequeño gran regalo esta mañana, esta imagen en lugar de las mil palabras que nunca salen y nunca bastan. Regalo de un pequeño gran amigo en la distancia. ¿De verdad hace ya la friolera de diez años que nos separamos o es que ya ni sé contar? Retrato en el que me saca más guapo de lo que soy, con un pelo que hace lustros que perdí y, eso sí lo ha clavado, la misma miopía. Y que, contrariamente a la que seguro fue su intención, vuelve a reafirmame en la sempiterna determinación: habiendo desechado en su tiempo la oportunidad de escapar de esta cárcel de marasmo por los métodos convencionales, ahora la única vía de escape que me queda habrá de ser por fuerza su destrucción o no será: viene la guerra...
La cosa va de cine, que es lo único que apetece —y acontece— estos días. Doy por hecho que los amantes del buen cine ya lo habrán asimilado e incluso evacuado, tal como se les coló por la bandeja de entrada del oído procedieron a meterlo en su trituradora de documentos estúpidos. Aun así hay que señalarlo, no sólo porque es mucha más la gente que gusta y disfruta del mal cine, también porque hasta hay para quienes el cine —bueno, malo o del uzbekistán— es sencillamente un pretexto para devorar palomitas fuera de casa y pipas dentro de ella. Así que ahí va: el Oscar fue para Penélope, lo que en sí ni me indigna ni me ofusca pero me descoloca un tanto, puede que hasta dos. Que le otorguen prestigio —si es que se le puede aún llamar prestigio— semejante por hacer de verdulera histérica, es decir, de sí misma, de mujer a una vaginísima loca pegada, tiene bemoles, porque para empezar, si nos ponemos puristas, eso ni siquiera es actuar. Pero es lo de menos, porque lo de más es la película, que no es tal, que es un spot de noventa minutos pagado por los ayuntamientos de Barcelona y Oviedo del que lo mejor que se puede decir es que no está mal como folleto turístico, y lo peor, que el buenazo de Woody debería empezar a considerar el buscar residencia. De todos modos yo creía que el cine publicitario ya tenía sus premios, que no son estos, los Oscar, pero igual me equivoco.
También vi El lector, que bien podría haberse titulado El encoñado—por lo visto hoy el asunto va de vaginas— y que cuenta con ganas y hasta cierto estilo la historia de un pobre chavalín adolescente que pierde el sieso por meterla en un chochillo madurito y nazi. El invento fue muy bien durante la primera hora y hasta confieso que las escenitas de carnalidad me subieron lo que es bilirrubina y lo que no; después del calentón ya discurrió todo bien y fácil y por los trillados senderos hasta los créditos y yo me fui a casa tan contento. Si hay que añadir algún pero, no obstante, me pido la vez, porque lo del Oscar a la Winslet por este papel sí me parece excesivo y asaz entrecomillable: ¿acaso para hacer creer al respetable que uno es analfabeto a de estar poniendo todo el rato cara de deficiente mental? No son la misma cosa. Con todo, por la escena del culo se lo hubiese dado, el premio, el Oscar, pero me da que el culo aquel no fue el suyo, que era una doble de pandero, porque a las edades y las caderas de la Winslet —por bien que se conserve la moza— se necesita grúa para tener los mofletes traseros tan en el sitio. Las damas me perdonen.
Y lo mejor de la semana pues vaya, el que se quedó sin premio, que no sin prestigio, Mickey Rourke, que de un tiempo a esta parte, atracón de botox mediante, tiene más que cara que nunca de Bukowski, no como cuando aquélla, Barfly, en la que sólo estuvo a la altura al, digamos, ¿40 %?, y pese a todo estaba divertida mientras no saliera Faye Dunaway en el encuadre. Bien. The Wrestler me hinchó la vena gorda del fracaso, del loser que llevo dentro, me lo pasé pipa. Si la lucha libre fuese un deporte con posibles, o simplemente un deporte, sin más, puede que hasta me hubiese puesto más cardíaco que cualquier Rocky. Conque tuve que cambiar envalentonamiento inducido por catarsis. Me pareció de órdago, en lo concreto, ese final, simbólica y literalmente en el aire, porque sí, porque está bien, porque a lo mejor los tontunos quince minutos de gloria warholianos los más de nosotros la espichamos y ni los olemos, pero al fin y al cabo está en nuestras manos, nuestras cabezas huecas, sentirnos al tiempo Dios y Ayatolá de todo lo creado por tres cochinos segundos, aunque sea en plan estrella rutilante de un pozo de mierda o el acostumbrado basural humano.
Lo que se dice follarse el mundo justo antes del último aliento... aunque nadie ande mirando. Eso mola. Aunque luego la película no sea nada del otro jueves, pero al menos le da un poco de vidilla al canino de la rabia, la mala hostia cojonera. Y molar, moló también la Tomei, actuación mediocre inclusive, pero con los años y las carnes mucho mejor llevados que la Winslet. Puestos a prestigiar contorsionismos yo le hubiese dado el Oscar grande a las cuclillas de la Tomei —también a sus pitones de auténtico Aconcagua—, el chico al culo falso de la Winslet y a la Penélope gritona la mandare de vuelta al Barrio Chino, a fotografiar putas sonrientes y vender lechugas.
Desértico estos días, vacío, el teclado se me ríe en la cara y yo no sé con qué atizarle, borrarle a hostias esa sorna payasa del jeto alfanumérico. Una persona en mi coyuntura debe siempre proveerse de teclados baratos y con cable, por si te da por hacerlo añicos contra la pared o bien ahorcarte con él, una de dos. Seco. Desinflado. Hecho una pasa. Como la próstata de Peter North después de una sesión de rodaje, que tiene dos, dos próstatas, una junto a la otra, el tío, sus visitas al urólogo deben ser la monda, mejor ni nos las imaginemos... Pero la próstata es cosa seria, que se lo digan al bueno de Ballard, que ahí sigue, todavía en pie, en espera del fin pero dando guerra, si el destino no lo alcanza nos regalará nuevo libro antes de saltar la charca estigia; conversaciones con su médico de lo suyo de la próstata y la metástasis y en general la muerte, la vida que se acaba y el telón de la función ésta, farsa tontuna. Conociendo al maestro y teniendo en cuenta el tema no puedo sino apostar doble o nada a que será lo mejor en literatura cancerosa e hipocondríaca desde Bajo el signo de Marte de Fritz Zorn, hijoputada impresa en forma de libro que no le recomiendo a nadie que suela tener por hábito neurotizarse con cada nuevo pinchacito en lo alto de la chola o en el centro de los higadillos, pensando que significa el ocaso de sus días y que todos los médicos se equivocan, Hugh Laurie incluido. Quizá lo veamos y algunos hasta lo leamos, oye. El organismo tiene sus razones que la razón no conoce.
Ahora en teoría venía una cosa que he escrito en apenas cinco minutos y me ha quedado la mar de graciosa, chispeante, también la mar de cínica, y ése es el motivo por el que al final la escamoteo, porque me salió tal que así, ácida como pomelo, y trataba de parejas, ex parejas y yogures caducados, y me da que si la cuelgo me juego los innombrables en el tentativa, que tampoco es plan. Llamadme cobarde que yo levantaré el brazo. Me lo guardo en el disco duro y ya lo utilizaré en algún cuento, que con la coña de que es ficción e inventado y le pasó a otro a lo mejor hasa cuela y salvo los genitales... Eso sí, no me estaré de confesar que me pudre el alma tener que salir a la calle a buscar regalitos de aniversario, mucho más desde luego que en navidad, no sé por qué el sujeto en cuestión, el que hace años, se toma siempre mucho más a la tremenda que le falles ese día, su día, que el de Dios es Cristo: debe tratarse del eterno y mítico combate entre el microcosmos y el macrocosmos, dialéctica de fuerzas desequilibradas que siempre perdermos, pues no fuimos modelados para durar y todo ese rollo replicante. Diré, sencillamente, que cuando una mozuela pizpireta de mechado flequillo hasta la nariz en lugar de ojos ha accedido a pagar treinta napos por un bolso con pinta de papel de periódico y efectivamente hecho de eso mismo, en el que además no cabía ni una caja de condones de 12 unidades, he dicho hasta aquí me habéis visto, cabrones, y que os den. Yo seré todo lo Homer Simpson que se me pretenda, que sólo regalo libros y que además regalo sólo los que me gustan a mí. Lo concedo. Rubrico y pongo el sello. Lo que sea. Que no por nada me he sometido al castigo de tragarme todo Cioran para acabar así, a mis años, entregado a este sirvilismo inane y pavoroso, víctima de un tan zafio escaparatismo poppygirl, a rebosar de coñiflautas y chochipondios que lo dan a uno de arder por fuera y por dentro. Si no le gusta el libro que me lo tire a la cara. Yo lo recojo.
Digo que no leo, pero leo, no es que esté faltando a la verdad, que sea insincero, más bien que no leo todo lo que me gustaría o que no leo lo que debiera, cualquiera sabe, pero al final acaba llegando el momento en que no te queda otro remedio, te pones a ello, me pongo a ello, la madrugada queda lejos y no hay qué demonios dormir. Y sucede que me sorprendo enfrascado en la página y como con unos pitidos irregulares en lo hondo de los oídos. Silencio total trufado de zumbidos cuasi subsónicos. No sé si es el vacío de la noche metiéndoseme dentro a través de los pabellones auditivos o el mp3, que me está preparando el camino para la sordera. Leo de madrugada a la par que capto el SOS ultrasonoro de alguna nave sita allendes los espacios, no sé si la Vorga o la Nostromo, aunque quizá mejor ésta última, la Nostromo de Ripley y MADRE y el Alien que los trajo a todos, con aquellos cascos de NFL, tan outrés, coronando los asientos de la tripulación, menudo hallazgo. Y pienso que esta referencia me ha quedado tan friki, así sin enlaces ni nada que la allanen, que apenas va a haber quien la capte, la aprehenda, pero yo le doy cancha más que nada por encoñarme con mi pasado, airearme la nostalgia. Respecto a esto, me dice alguien que me conoce desde hace poco que cuando escribo aquí no se me entiende, que escribo como para élites que ya no existen, porque se dio la logse y la calamidad de después, ninguna en vano, y de los ochenta en adelante todas las generaciones son un erial. Pero que cuando escribo fuera, continúa, bajo a la tierra y la cosa se hace más llevadera. Yo le respondo que sí, que estoy de acuerdo, que como en Barrio Sésamo: que una cosa es aquí y otra muy distinta allá. Sólo aquí mando yo y hago y deshago a mi antojo. "Ya... pero es que ni el de aquí ni el de allá se parecen en nada a ti"... Y se queda tan ancha. Durante un segundo dudo si me está tratando de esquizo o me está llamando mentiroso... "Ya, bueno... sí... cierto... pero qué quieres que te diga: a la vida en directo que le den mucho por culo". Y allí sí que ya, el que se queda tan ancho es este servidor.
Me estoy matando a base de inacción, eso lo sabe cualquiera que me conozca lo justo. No aporta indicios nuevos al proceso. Por no encarar, ya ni leo, que en mi caso es decir mucho. Lo dejo todo colgando, que es lo que he hecho mejor siempre, perfeccionarme en el marasmo, la medianía. Si ésta fuese la España de otros tiempos, la del imperio en lugar de la de los —autonómicos— imperios, a estas alturas yo habría hecho mi agosto, tendría ministerio y todo, inventado ex profeso, por supuesto: ingeniería de medios trechos, algo por es estilo, seguro que hubiese colado. Pero hoy día hasta para ejercer de gilipollas te piden título. Y así están las colas del paro, a reventar de Lazarillos desalojados.
Lo peor es tener que partirte la cara con la neurastenia, esta menstruación de instantes demacrados. No querer ya estar ni en ninguna parte. Nowhere. El inglés de campaña siempre tan al pelo de cualquier chapuza… Me quema el tiempo en las manos. Cómo me explico. Algo así como llegar antes de tiempo a la última cita del día y mirar el reloj y pensar ¡pfffff!, ¡¿de verdad queda aún todo esto para palmar?!
Creo que en esto me identifico un poco con Jane Bowles. Escribió una novela y todo el mundo dijo que era basura, y a partir de ahí le entró la neurosis, el fracaso la ganó para sí, el resto de sus días los pasó a caballo entre ser mujer de —y a la sombra de— Paul Bowles y escribir de que era incapaz de escribir. Sí, ya sé que Vila-Matas se ha hecho de oro con esto, pero en la época de Bowles el síndrome de Bartleby todavía no se había elevado a categoría estética y género literario en sí mismo. Después le dio una embolia con cuarenta años. Sus últimos 16 años los vivió minusválida y disminuida, dándole vueltas todo el tiempo al mismo pensamiento viral allá dentro de su desecado cerebro: “He sido un cartucho de fogueo, he sido un cartucho de fogueo”… Y así hasta la náusea. Lógicamente, cuando ya no estaba a tiempo de nada bueno, las mundanas eminencias rectificaron: “pues no era tan malo, el libro aquel de la Bowles; una lástima lo suyo, podría haber llegado a ser precursora".
(Anteayer decía que la mayoría de mujeres leen mierda y hoy lo sigo sosteniendo, lo veo cada día y eso no hay quien lo achante. Sé de todos modos, por ejemplo, que hay una mujer en Gijón que lee a Philip Roth y otra en Santa Cruz que lee a García Márquez. Todo García Márquez, quiero decir. Eso tiene que significar algo —por más que no me guste Gabo—… De todos modos lo suyo parece más cuestión y perfil de francotiradoras que de precursoras, porque como éste ha sido siempre país de facas, o trabucos, a lo sumo, que son armas de impacto disperso y alcance miserable —no dieron en su tiempo para mantener un imperio, así que ahora mucho menos toda una revolución—, su mérito ha de acabar por fuerza instalado en lo tangencial)
Yo he llegado demasiado puntual —impuntual, por tanto; intempestivo— a mi medio camino en mitad de la nada, y ni siquiera me ha hecho falta escribir una novela para asumir que soy otro cartucho de fogueo. Me limito a esperar pacientemente mi embolia y esta vez ni traje lectura.
No sé si esto va a ser un cuento, un homenaje, otra mamada de polla bloguesférica o qué sé yo. Que juzgue quien lo lea.
El otro día estuve en lo de Lardín, de pie y callado, anónimo al fondo de la barrera, que es como me gusta estar: no salir en ninguna foto. Estuve muy conforme con casi todo lo que allí se dijo y muy en desacuerdo sólo con una cosa, y es que hay que saber de qué coño salió uno para poder cagarse en su puta madre. Pero todo aquello ahora es filfa que no viene a cuento, se queda entre bastidores. Testimonio audiovisual del evento, aquí.
Estuvieron allí de cuerpos presentes algunos hombres cuyas letras admiro: Puertas, Ripollès y por supuesto Lardín, amén de otras personalidades de la blogomasa que o bien no conocía o bien ni fu ni fa. No puede uno estar a bien con todo el mundo.
Por eso cuando acabaron los parlamentos oficiales y dieron comienzo los oficiosos, principiaron a formarse los pequeños corrillos y conciliábulos, supe que había llegado el momento de darme el piro, yo no cuadraba allí ni con pegamín, así que dejé de darle la brasa al buenazo de Ripollès con mi crónica incapacidad para el diálogo sostenido y allá que me fui a saludar al rey de la fiesta. Felicité a Rubén parca y ranciamente, en mi habitual línea asocial, y luego me marché del lugar sin siquiera pedirle que me dedicara mi ejemplar por lo mismo, por esa inherente incapacidad mía para todo lo interpersonal. También saludé a Toby, que es gran hombre de cine de tripas y resultó, en persona, tener en su haber insospechadas pestañas naturales dignas de Clockwork Orange.
Después ahuequé de allí: adiós a todo eso, que dijo Graves, novela de bombas y mucho reventar ingleses que recomiendo siempre que tengo oportunidad.
Había dejado el coche en Pedralbes, la única zona de Barcelona en la que se puede aparcar sin pagar ni perder la chaveta. Ciudad Muerta quedaba a 100 kilómetros vista y la ciudad condal, no sé como, siempre me acaba dando dolor de cabeza. En el metro, dos almas mujer leyendo burrescentes tochanos: la una El niño con el pijama de rayas de John Moyña, Amanecer de Estúltida Meyer la otra... Inmediatamente me subió el reflujo del tópico ese que dice que las mujeres son las que más leen... Cierto, pero, amigo mío, ¿qué leen?... Mierda leen. Mierda las más de las veces.
Estuve tentado de sacar mi ejemplar de Imbécil y desnudo, no sé, por combatir un poco la mediocridad y la general atmósfera de gañanía intelectual. Darle un poco de categoría a un vagón de auténtico cenagal. Pero me dolían la cabeza y las lumbares, en ese orden de urgencia, y ya sólo quería que llegase María Cristina, estar en casa de una puñetera vez y olvidarme del mundo cuanto antes. Y además, qué carajo, la humana estirpe no tiene flancos ni talón de Aquiles que valgan: su necrosis no hay por donde atacarla.
El libro, por eso, bien, no, genial, de lo mejor que podéis echaros ahora mismo a la cara. Quizá por eso mismo, ironías de la puta vida real, no podréis echároslo a la cara fácilmente si es que habitáis, como yo, las provincias. Sólo podréis encontrarlo aquí o ir por él a la capital. No es la miel para la boca del burro, por hache o por be, por exceso o por defecto, en la mayoría de ocasiones por eso, por defecto ―mental―, la cultura con arrestos siempre acaba siendo cosa de élites, y no ha de amanecer el día que no sea así.
Hoy me he levantado con el pastoso regusto en la boca de una pesadilla fulciana. En toda regla. Los fulcianos saben. Pero para los no fulcianos, que son la mayoría, un pequeño recuento de ingredientes: la estampa tenía un mucho de sangre y otro tanto de teta al aire, y en mitad toda la carne y el muslamen, abiertos en canal; saja, taladra, destripa, decapita; ese rollo. Mujeres gritando todo el rato, con la boca muy abierta, los dientes muy blancos y en su sitio, los labios bien pintados, de rojo agazapado, de rojo vino tinto. Gritando, claro, siempre y cuando consiguieran mantener cabeza y miembros vitales en su sitio, que no solía pasar. Y los hombres, de pega, como es fulciana costumbre, apenas capaces de nada útil, incluido el follar. Y de ahí al foso. Recuerdo que se daba el momento en que yo cogía un camión de los enormes, uno en plan Golpe en la pequeña China o Maximum Overdrive. La chica iba conmigo. Algo quería comerse nuestros sesos. Los de ella primero. Que por algo no me la había dejado enchufar... Luego las puertas blancas reventaban como dando a luz, como pariendo sin previamente haber roto aguas de barnizada madera. Todo se desataba. Todos muertos. Nunca he sido gran protagonista de nada. Fin. El tema, lo gracioso, si es que cabe llamarlo así, era que el asunto había comenzado porque otro tipo y yo aceptamos jugar un partido de street basket con cuatro negros y nos dio por escoger al único que no la sabía meter.
Estas cosas pasan por acostarse uno antes de lo acostumbrado, darle al cuerpo más sueño del que necesita, que acabo sacando el subconsciente a pasear, y con él toda la mierda que acumulo dentro. Mierda de años. La más inofensiva por culpa del cine de casquería.
La última vez que nevó aquí yo ni siquiera había dado pábulo en mi cabeza al concepto de "período de lo posible", conque ved si me siento viejo. Uno de los pocos convenientes de habitar una ciudad muerta quizá sea éste: la meteorología es disciplina sobre todo televisual y ante todo para consumo de vivos, almas primates que tiene el periné recubierto de piel aterida —aunque velluda— y no de pellejo de hiena, como las hay tantas.
Tardes como ésta, por tanto, encamadas con el ahora lluevo ahora no lluevo, sirimiri de bobos, son las que te arruinan el partidillo dominguero y te encierran entre cuatro paredes, al calor semiseco y tóxico de una estufa de resistencias. Los vidrios transpiran de vaho y el cerebo se empaña de inoperancia crónica. En mitad de la intoxicación de tedio, casi te gustaría abonarte a los estadios más borricos de pensamiento y dar rienda suelta a una compulsión masturbatoria —mando a distancia mediante— entre el par de ojos miopes y la pantalla, que aunque ya ni se alimenta de cátodos ni tiene curvas de caja, sigue siendo todo lo idiota que cabría esperar.
Por eso combato esta atonía domínica —y sí, he dicho "domínica"— volviendo la mirada mustia otra vez a las primeras páginas de Muerte a crédito, del hijo puta de Céline. Hijo puta por lo cabrón de persona, ruina humana que fue toda su vida, pero aún más hijo puta por lo pedazo de escritor que será siempre, que es lo que de verdad importa y me la pone dura. Leerlo, aunque sea con esta desgana en los párpados, este a medio gas de tarde frustrada, me rellena un nivel el depósito de la acrimonia, que equivale a decir que tal vez mañana, si no chispea aquí afuera ni en mi maldita chola, hasta me encuentre en condiciones de escribir una entrada que no sea el acostumbrado torpedo a la propia línea de flotación.
Pues bien, ya estamos en ello: Obama Presidente, y si queda alma en pie que todavía no se haya enterado del "EVENTO" ello sólo puede responder a que sea ciega, sorda y subnormal, las tres taras al tiempo... Bombardeo sin escrúpulos sobre la población civil. "Ondas" de destrucción masiva -que nadie combatirá en ninguna guerra, justa o injusta-. Repetición machacona de los mismos jodidos titulares, los mismas condenadas imágenes, los mismos malditos clichés y lugares comunes. En todos los canales y todos los medios la misma cháchara inmunda y manipulada... Si esto es la "Sociedad de la Información" paren aquí que me bajo... ¿Que no puedo? Cierto, cierto... Olvidaba que de cierto tiempo a esta parte volvemos a ser esclavos -nunca dejamos de serlo-. Microsiervos de la Información. No están demasiado lejos los días en los que el Tercer Mundo empiece a remontar tímidamente el vuelo porque el Primero se halle en plena agonía, bajo el yugo de su propio cepo mediático. Orwelliana sociedad de unívocos bienpensantes, solidos consumidores de vida tóxica, infectados del sida moral al tiempo que incubando el cáncer que fulminará toda la Medicina, fruto del insensato e insensible uso y abuso de la radiación inalámbrica y radiotelefónica.
El feto de Kubrick, epítome del superhombre nietzscheano, vendrá con un tumor definitivo y global debajo del brazo, sediento de sangre, histrión, apretados los dientes, encarnizado; como mandan los cánones de la locución del siglo 21: será el último boletín informativo de la Historia y cantará algo del siguiente estilo: "¡¿A que al final la hemos cagado, Fukuyama?!"...
Por suerte, el feisbuk sirve para algo de tanto en cuando, y los buenos de Juanma y Javi Esteban acaban de recordarme, para refocilo de mi entrepierna, cuánto y cómo me ponía, en lo físico y en lo profesional, aquella pedazo de pelirroja cantatriz: Melissa Auf Der Maur.
El amigo Poe hizo mutis por el foro a los 40 tacos, a medio camino entre la locura y el delirio, enfermo de alcohol y soledad e, imagino, ascorizado de un mundo que lo trató a patadas. Un genio tan jodidamente desgraciado que al palmar redondeando la cifra de sus días, enero del 1809 a octubre del 49, celebra sus aniversarios de muerte y nacimiento el mismo año. Mataremos dos cuervos del mismo tiro. Total, los cuatro gatos negros que le rendimos tributo sabemos que no se le va a leer más por ser bicentenario...
Las efemérides de toda estirpe nos la ponen dura porque forman parte de esa suerte de (des)educación sentimental de magazín y tentetieso que poco a poco nos hemos ido dejando clavar en lo hondo de la retaguardia. Hoy, 200 años de Poe. En marzo lo serán de Larra. Seguro que si nos ponemos a escarbar terminarán por salirnos las cuentas de los 70 del alma culpable, en última instancia, del picnic aquél tan salao, allá por Chernobyl. Matemáticos de barra de bar y sabihondillos de sala de espera, siempre atentos al dato imbécil y la anécdota pusilánime.
Le damos al Tiempo la misma vida que a un chicle en nuestras cariadas ristras de dientes, nos lo pasamos por el forro del aquí y ahora mando yo, "carpe diem" y toda la hostia, cuando en realidad, tontos del haba, somos sus siervos. Él, nuestro Señor. Nuestro Enemigo... En menos que canta el gallo del alba te ha ensartado hasta la rabadilla en su derecho de pernada.
Cinco años escribiendo aquí. Es más de lo que durán muchas condenas. Comparto con los convictos el hábito de la indiferencia. Te acaban por dar igual ocho que ochenta. Igual venga quien venga. A darte palmaditas en la espalda. A llamarte hijo de puta. Tú estás en lo tuyo. Deshojar cada vez con más tino los segundos que separan tu vientre, atado al pozo, del filo agudísimo del último péndulo.
Sin saber muy bien cómo demonios me volvía a encontrar otra vez en la calle, mucho más oscura y fría de lo que podría validar el más baqueteado de los tópicos, las once de la noche, helado y encogido hasta el tuétano, sólo le faltaba llover; eso sí hubiese sido el acabose. En efecto. De haberse puesto a llover todo habría acabado antes de empezar; enseguida se me hubiera arrugado la polla en lo hondo del orgullo, y me lo hubiese tragado, el orgullo y lo que fuese con tal de no caminar calada la osamenta en mitad de aquella noche de antárticos ademanes: hubiese subido, sí. Y le hubiese pedido perdón, sí. Aunque no considerase mía la culpa. Como tantas otras veces. O no.
Quién sabe si no hubiese acabado la jornada con un polvo de auténtica epifanía; los mejores, cuando justo tú sales de un estar a esto de estrellarle el mando a distancia en la cara y ella viene de un querer hacer tortilla de tus gónadas. Pero no llovió:
—Que te den por culo, loca... Estás como una puta cabra.
Un grado sobre cero en el luminoso de una farmacia cerrada, me alejé de allí maldiciendo el confuso día en que la genética decidió no hacerme marica. Todo había comenzado porque le dije que si no había cogido un par de quilitos buenos estas navidades. De ahí al infierno, pasando por el postre de la cena lanzado con insania y mala hostia contra la pared; el perro y los dos gatos poniéndose hasta el culo de tarta de queso. Mujeres... No se puede vivir sin ellas y no se puede vivir con ellas. Otro juego amañado.
A los diez minutos ya estaba exhausto, la chola congelada y las manos como brazos y piernas de click de famóvil, inarticulables y del todo monomando. Me metí en el primer café abierto. Resultó ser un garito que no conocía. Ambiente oscuro y fumador, no todo de tabaco, saltaba a la vista de mi tocha, que enseguida se puso a recordar tiempos mejores y pasados, en plan melancólico. Pedí uno doble de lo que fuese, lo dejé a discreción del barman, quien conocía bien su oficio, cabe reseñarlo, pues con apenas una ojeada a mi rostro cerúleo y demacrado indujo muy acertadamente que tres dedos de JB me vendrían al punto. A tu salud. Para adentro. Otro más...
Al tercero ya veía doble hasta con las gafas puestas, pero el calorcillo de por dentro de las entrañas y el negro abismo de tumefacción de por dentro del cerebro no tenían precio. La ataraxia del beodo. El único paraíso del que todas las Evas han huído... o eso dicen; hay también quien opina que fueron previamente lapidadas.
Trabé diálogo de besugos alcoholizados con el tipo de mi izquierda —¿fue la izquierda?—, con mucha pinta de llevar cocido ya varios días. Susurramos y tartajeamos de lo que se suele entre semejantes interlocutores, ambos dos inmersos en paralela coyuntura, huérfana de coyunda —permítaseme el chascarrillo fácil—. Es decir: un mucho de misoginia y otro poco de postración. Intercambiamos beodas y apenas inteligibles impresiones acerca de nuestras respectivas maldiciones en forma de locas arpías a un coño pegadas.
Para poder reproducir con fidelidad cuanto llegamos a decir de nuestras mujeres aquella noche necesitaría por un lado de una máquina de tiempo, ya que apenas recuerdo de la misa la mitad. Por el otro, claro está, contratar un buen abogado. Así que mejor no ahondar en aguas de dudosa potabilidad, de las que poco bueno y sí mucho dañino para los intestinos podríamos llegar a sacar en claro.
Baste decir que al tipo la suya lo había jodido bien. El drama de siempre. Él enamorado hasta las cachas y ella la mayor mentirosa que ha parido la Historia. Estas palabras sí las recuerdo con meridiana premura, no en vano trajeron de vuelta mi consciencia de las brumas etílicas de la cogorza: “La mayor mentirosa que ha parido la Historia”. "Historia" con mayúscula. Lo dijo. A estas alturas de Humanidad y a aquellas altas horas de semejante turca aquello era sin duda hilar muy fino. Conque algo de agua debía arrastrar el río...
Cuando el barman me levantó la cabeza de la barra para decirme que ahuecara el pobre desgraciado de la Mentirosa ya no estaba. Sólo estaba yo, de hecho, y por supuesto el barman, que me reclamaba la cuenta con asco en el gesto y contundencia en los empellones. Mientras él me vaciaba la visa yo pugné por reencontrarme con mi centro de gravedad... Fue entonces cuando la vi. Una carpeta. La carpeta de aquel desgraciado, pensé, pues se hallaba allí donde poco antes se hallaren —creo— sus brazos dormidos por la melopea. Me la llevé.
Dentro encontré dos puñales y una navaja, los tres de puño y letra, falta saber si los suyos. Lo más probable es que sí. Sendos planes de asesinato imperfecto y otro de suicidio. La realidad seguía girando en sentido inverso al de la rotación de cualquier sentido. Pensé en el tipo, a punto de la locura. Luego pensé en la tipa, su cuerpo sin vida en mitad de una acera. Pensé en la sangre derramada. Pensé en la soga, la sombra inerte de aquel infeliz colgano de ella, balanceándose, un péndulo que no ha de llegar ya a tiempo de nada. Intenté recordar el número de la policía... No hubo manera. De modo que terminé por pensar que al fin y al cabo aquella no era mi guerra.
Volví a casa después de tirar todo aquello a la basura. El árbol navideño seguía en pie y encendido, y estábamos ya a 13... no, 14 de enero. El gato insomne jugueteaba al toque toque de los felinos con las bolas de color oro. Me metí en la cama. Ninguno de los dos pidió perdón. Primero follamos. Después hicimos el amor. Una prórroga de sólo Satán sabe cuánto. Ninguno recuerda ya aquello que nos hizo sagrados. Gana la banca. La vida sigue estando en otro lado.
A esto se reduce todo: desgranar resignados esta cuenta atrás que ni siquiera nos reserva un esplendoroso estallido tras el cero.
Eso, eso. En realidad te hartas de cosas así; este rebanarte día a día las pelotas. La mermelada de ciruela sobre la mantequilla (siempre preferiste la de melocotón); los tumultos de caterva esperando agónicos que se abra la puerta del metro para vomitarse como carne picada y podrida y vestida sobre la máquina de raíles horadadora de oscuridades (siempre preferiste haber nacido Trífido); mires donde mires un velo de zafiedad impregna el aire en una especie de rocío mucilaginoso y letal. Respira una, dos, tres veces y ya estás listo, empiezas a transformarte; como Jekyll, o no; como Hyde si es que hubiese ido un paso más allá, se hubiese ventilado entera una barrica de absenta rebajada con líquido de frenos. Roña humana que apesta por dentro y por fuera. Y quiere hacerte partícipe de su coyuntura vital en tanto que basural genético. Aproximan su cara a tu cara, siempre peor (por lo humana y por lo cercana) a mil alfileres en lo tierno de la uretra. Y no contentos con eso, te hablan. Te expelen en la mismísima jeta, tu mismísima pituitaria, informes sartas de sonidos articulados cargados hasta las trancas de guerra bacteriológica. ¿Cómo puede haber individuos que expulsen gases más mortíferos por la garganta que por el recto? Pues ahí los tienes... Son el paso que va más allá. El apocalipsis definitivo. Doctor Moreau desatado y perdido de la chaveta. Reíros de los anticuerpos, mofaos de los ultracuerpos: someteos esclavos a la tiranía de los roñocuerpos. ¡Coming soon! Dios no necesita televisión digital, mira constantemente el VideoCirco: Canal Atrocity Exhibition; sorbe hidromiel todo el rato, esnifa chocolatina en polvo y come nachos con la mano con que no se la pela... No estoy hablando de una maldita metamorfosis (jódeteKafka!!!), ni de una involución (jódete Ballard!!!) , es más bien una "transpestación"; dejas de ser una mierda para ser otra distinta. Que todo cambie para que todo apeste igual (jódete Lampedusa!!!), sobre todo si a mediodía has comido judías pintas. O acelgas. O un telediario... Pero te quedan el recato y la baturra sabiduría: ¿quién es el guapo que no apestaría a topillo de las marismas a poco que se lo propusiese?, esto es, ¿se dejase un tanto y otro poco?... Ahora bien, por lo que no pasas, por ahí ya no, es la falta de maneras. De estilo. De educación. Un mínimo común múltiplo de vergüenza. Seres que se creen en la potestad y la prerrogativa de abordarte e invadirte sin siquiera pasar por el sencillo y tan barato peaje de un "Disculpe usted (es mi intención mearme en su tiempo)", un "Hola, muy buenas tardes (venía a a ver si era posible timarle unos euros)", un "Perdona, pero es que (no vengo más que a cagarme en tus muertos)". De las hijoputadas no hay quien se salve, cierto, pero ¡ojo!, al menos con la putísima educación por delante, coño... Mi padre, mal rayo lo parta, siempre tuvo una cantinela popular para estas cosas mundanas: "Los buenos modos, Maruja, con sangre no, pero a hostias sí entran... Mira si no... SPLAF! SPLAF! PLATAF!!!!". Anda que no me cayeron chuflas... Y así sucedió que encajé una tras otra cientos de palizas hasta que aprendí a dirigirme al prójimo como es de recibo. De aquellos polvos estos lodos. Y estas pajas. De ahí mi chufflo nombre. De ahí, también, que tan a menudo te topes circulando por este puerco mundo -por un cerdo Dios sintonizado (jódete Rouco Varela!!!)- con interfectos pestosos y maleducados a los que propinarías una hostia tras otra, tras otra, tras otra, tras otra, tras otra, tras otra... y así hasta que al tipo lo llamasen Trinidad.
El día sucedió al día, y digo "el día" en lugar de "un día" porque fue como si lo conociese de siempre, desde canijo, como si cada maldito día estuviese siendo el mismo maldito día; como visitar la taza con prisas y cagándote; como rascarte el culo por debajo del pijama, recién levantado, camino del lavabo; o masticar pan, contarte las arrugas ante el espejo, darle sorbos a un café siempre peor que la propia vida... Siempre igual y siempre lo mismo; nada de temerario o luminoso en todo ello. Sólo veinticuatro horas más lejos de todo y de todos. Veinticuatro más acá del umbral que arruinará a todos los cerrajeros. Y ocurre que al escucharme así: "El día sucedió al día", me dije, y acto seguido me puse hecho una furia y me quise matar. Las manos convertidas en garras que hubiesen oscurecido de envidia a las grandes águilas. "Morirás, morirás, ¡morirás!", me susurré al oído, emprendiendo la carrera en pos de mi sombra en plan basilisco, rojo de rabia. Eché a correr al instante, preventivo, abusando del reptil instinto, y salí por piernas. Me dejé allí, plantado en mitad de una nada terrosa y con olor a espermicida, las manos en garfio buscando la presa perdida en su propio cerebro —que era el mío también—, enterito él —enterito yo— copado de enajenaciones. Sí, me dije, "la diñaré", no te preocupes... un día de estos... Y a partir de ahí nada más, salvo que desaparezco: siempre se le espera a uno en algún lugar.
Andaba ocupado en no hacer nada, optimizando mi alma en la vagancia, cuando sonó el teléfono. Sólo pensar en la muy hipotética posibilidad de tener que levantarme y coger la llamada ya me cortó el rollo: me destrempó en un segundo la caraja mental. Giré sobre mí mismo, apoltronado en el sofá, dándole el culo al aparato. Dejó de sonar. Segundos de silencio. Retorno a la divinidad… Intenté imaginar cómo picaría tener el hemisferio izquierdo de la chola infestado de piojos.
Al poco el trasto volvió a sonar. Sus muertos. Rastreé pretextos en mi cabeza. Un motivo con cara y ojos por el que levantarme y coger el maldito teléfono. Pronto encontré una tipa bien buena, su voz sensual al otro lado del hilo intentando camelarme; que comprase, contratase su servicio; mierdas de esas; y mientras yo, ni que sí ni no te digo, guapa, tocándome la entrepierna a costa de tu escala de agudos untada en mi maná semental… Así que fui y contesté: "Diga lo que sea". Y lo hizo, una voz de tía, sí, pero castrante y camionera, con caja de resonancia de cómo poco los cien kilos en báscula farmacéutica: "Buenos días, ¿es usted Wilson el interconectado?". ¡Mierda, no! Una vez más me habían descubierto. Maldito programa de protección de testigos… Estaba claro aquel desliz en el lavabo de tías jamás me dejaría vivir en paz.
Tenía que volver a despistarlos a cualquier precio. Debía hacerlo por mi integridad; la de ellos, los dos, mi par de innombrables. Conque puse en ello todo mi ingenio: "Sí, joder, soy yo, qué coño pasa…". "Ah, bien, bien, lo sabía... Verá, caballero, llamo en nombre de la Compañía QWERTY y quería hablarle acerca de nuestras ofertas en desconexión alámbrica, inálambrica, alambicada, guayrless y blutúz... Según observo en mis ficheros ha sufrido usted problemas de caídas en la interconexión últimamente y bla bla bla…".
Me tenían pillado, joder si me tenían. Del todo, me habían pillado el culo, hasta los últimos pelillos del ojal, vaya que sí… "Estoo… errr… se equivoca usted, preciosa… yo estoy muy satisfecho con mi servicio de lavandería… Es más, incluso me atrevería a decir que la palabra es ‹‹TERRIBLEMENTE››. Eso es: te-rri-ble-men-te satisfecho con mi servicio de lavandería". "¡¿Lavandería?!... pero... oiga, yo le llamo de QWERT...". "No, no, nooo… me parece que te has equivocado de interconectado, nena; yo soy el Wilson que repara neveras en Trafalgar Escuer. Conque adiós". "Pero oigame, yo...".
Y fin: colgué. Ya estaba hecho. Tenía ganas de fruta, un zumito. Sentía una como sed enfermiza en el fondo del hígado. Fui al frigorífico, había uno de leche con plátano... y luego... luego... bueno… Luego ya no supe cómo narices continuar esta basura. Tampoco ahora, así que mejor dejarlo estar...
En otro orden de cosas, ahora que caigo, el otro día vi a Sbragia por la calle y me dio mucha vergüenza porque todavía me acordaba de cuando me había reído de él en su misma cara, pero como no se dio mucha cuenta y además es un completo ingenuo, va el tío y me saluda. Se paró a charlar. Así que yo me tuve que parar también. Hasta acabó invitándome a unas pintas. El tipo tenía que soltar su mierda a alguien y ese día yo me hallé en el momento y lugar contraindicados.
Estuvimos allí un buen rato, repantingados en las sillas, estirados como gatos allí, con nuestras cervezas, al calorcito, y mientras me hablaba y hablaba, el majo de Sbragia, yo no podía dejar de pensar: "Pues no es tonto ni nada, el bragas éste", y luego echaba un buen trago de birra, y me reía mucho por dentro, por donde no se notara.
Yo acababa de leer A Scanner Darkly de Phil Dick, en la pésima traducción de César Terrón, aquella de Acervo, con ilustración horrible en las sobrecubiertas blancas, y no podía parar de imaginar al bueno de Sbragia comido vivo por los áfidos, es decir, por los piojos. Y luego mi cara, la cara que él veía, la misma que las holocámaras instaladas en el bar grababan; mi cara, que no era mi auténtica cara porque era la suma de todas las caras, cambiando de rasgos constantemente gracias al “monotraje mezclador”, como si mi jeto fuese una condenada máquina tragaperras en constante tránsito hacia el Trío de Jackpots del Juicio Final.
¿Acaso soy por ello un cabrón? ¿Un auténtico hijo de puta? Bien, pues lo seré...
¿Qué más? Ah sí, luego llegué a casa de mi hermano, Lionel, que trabaja de sexador de pollos no siendo japonés, lo que bien mirado tiene mucho mérito, aunque luego todo el mérito que gana por ahí lo pierda siendo un borrachuzo fracasado que ya no pega a su mujer porque ésta hace tres años que lo abandonó en su propio charco de vómitos.
Estaba allí, en su cuchitril mierdoso, pero él no; suerte que tengo llaves de su cubil y más suerte aún que él no sabe que se las copié a hurtadillas. Le mangué otra birra de la nevera. El pobre desgraciado está obsesionado con que en su casa hay fantasmas. ¿Podéis creerlo? En fin… Luego sonó el teléfono. Me picaba la cabeza. Intenté recordar cuánto hacía que no me duchaba mientras descolgaba el aparato: "Oye, Wilson, pedazo de mierda chabacana, hicisite muy mal al colgarnos, sabeees... Ahora sí que la has cagaaado, sabeees... Ahora sí que te vamos a interconectarrrr".
Y después de aquello reconozco que ya no tuve más sed en todo el día y desde entonces observo un tanto paranoico las aristas de las esquinas...
La liquidación del tiempo considerada como una carrera en cuesta descendente hacia el agujero del infierno de la nada; rojo glacial de silencios encadenados. En ésas andamos. Viajamos más rápido que nunca hacia cierta suerte de ninguna parte, ese no-lugar, ese no-transcurso que nos tiene reservada, al fin, la tan trabajada y merecida ataraxia. Entropía acelerada. Los ciberciudadanos del primer mundo muy pronto podrán disfrutar de las comodidades y ventajas lúdicas del siglo 22: domingos de petanca con Yul Brinner; partidas de mus con Gregory Peck; polvos mágicos con una Scarlett Johansson robotizada y hologramática, de paredes vaginales, empero, del todo carnales. Guepardos de calendarios y almanaques. Nos será dado recorrer tres centurias en los apenas 40 años que separan el primer pelo púbico de la última angina de pecho. Si el XX terminó en el 89, con la farsa del muro comercializable; el 21 acaba aquí. Ha empezado la cuenta atrás. El próximo magnicidio lo viviremos en directo, desde la ubicua nitidez de la televisión digital; repetido una y mil veces en las diversas y sucesivas pantallas: ultranoticiarios; Youtube; blogociénaga; y finalmente The Obama Strike, la última de Oliver Stone, poco antes de espicharla de enfisema pulmonar. Inviernos nucleares y avernos digitales. Matt Groening for President! y Mad Max Más Allá del Hongo Nuclear ya están aguardando a la vuelta de la esquina, en espera del pistoletazo de salida.