Cuentos Torvos: "PÀMTOMÀCA"
Hay que ver la de polvo que es capaz de acumularse en un teclado negro en sólo unos días, pensaba Carol ensimismada, observando el teclado en la distancia con ojos como retardados, tras la mesa de dibujo pero con la silla y las piernas encaradas hacia el ordenador apagado en la otra pared. El codo izquierdo apoyado en la tabla y sobre la mano reposando la cabeza aburrida, el lápiz lo mordía a ratos y a ratos jugaba con él en los dedos, le infligía cabriolas cuasi volátiles en lo ágil de sus dedos. ¿Debería haberlo comprado blanco? El polvo hubiese tardado más en verse, desde luego, pero claro, luego está la roña amarillenta con el tiempo, y esa sí que no la sacas. Negro está bien, qué más da, ya está hecho. ¡Polvo de la leche! Sí, polvo de la leche pero en la mesa de dibujo seguía el desafío del que estaba ya tan harta y que la había llevado, sin saberlo, azar mediante, a recalarle la atención en el polvillo blanco y fino sobre la superficie oscura de su nuevo teclado, ahí en la distancia diagonal, a metro y medio pasado. Y el boceto no se iba a hacer solo, solo no se iba él a dibujar a sí mismo y convertirse en forma, ni luego pasarse a tinta, ni mucho menos convertirse en lienzo: eso ya sería de un extraordinario intolerable: como para pensarse el volver a hacer un solo trazo más en la vida y abandonarlo todo para dedicarse a la prestidigitación. La magia, la magia: si hubiese magia no habría polvo ni paños que los barrieran de la piel dura y brillante de las cosas. Pero aquello no estaba valiendo para nada, estaba haciendo trampas, evadiendo y soslayándose, ni el teclado nuevo ni los ingenieros inútiles que todavía no habían ganado la eterna batalla contra el polvo tenía allí la culpa de que ella no fuese capaz de dibujarle la mueca a Beckett. En algún sitio lo había leído. O se lo habían contado. Ahora no recordaba bien. Confundía historias. Alguna de las dos, la de Beckett u otra, la había sacado de algún suplemento dominical, y en cambio la otra, cualesquiera de ambas fuese, se la había escuchado a alguno como en forma de chiste en una noche de bareto, todos borrachos y rientes. Tanto daba, inventada por borracho o articulista allí estaba, por nacer, en su mesa de dibujo. La cuestión era, o mejor fue, todo es decirlo, porque su protagonista ya no está entre los vivos, que Samuel Beckett contaba entre sus cotidianos placeres el comer rebanadas de pan untadas con tomate y aceite y muchas sal, costumbre que a decir de algún estudioso de su obra, vida y milagros adquirió en una pequeña estancia vacacional en Catalunya, lustrosa tierra de ilustres agriados. Y de ahí, según parace, que alcanzase con los años cierta notoriedad en su pequeño círculo de amistades el singular y cómico gesto de escalofrío ácido que enseñoreaba los labios del dublinés al tomar contacto el tomate pulposo con su paladar. Conque así se iba a llamar su cuadro: “Beckett se asquea”, pero antes quería hacer un boceto, y decididamente no se dejaba, no quería salir el condenado bajo ningún concepto. Cosa curiosa, este atasco, este bloqueo suyo con Beckett y el pan con tomate, porque con “A Madame Bovary le cruje la espalda”, “Marco Aurelio pensando mucho” o “PollockMicción” todo había ido rodado. Y vaya si no se habían vendido a buen precio todos, del primero al último, inluido el peor de todos a su parecer, “Palominos Sartreanos”. Pero el tomate refregado en sal y aceite la tenían ya más que deseperada, ¡no había manera!, y no quería ni pensar en la posibilidad de darse por vencida. De modo que se levantó y fue a la cocina a por un vaso de agua, desentumeció piernas y brazos e intentó hacer lo mismo con la mente encapotada, lo que no era tan fácil, ya lo sabía y lo asumía, pero quién sabe, siempre quedaba el comodín fácil y alegre del “¿Y Por qué no?” . De regreso al estudio se paró de pie ante la mesa de dibujo, las piernas abiertas y el vientre todo para adelante. Dejó el vaso en la tabla y cruzó los brazos. Observaba detenidamente las tres o cuatro líneas trazadas a lo largo y ancho de toda la mañana. Muy débiles. Muy malas. Por allí no había salida, estaba claro. Acometía extraños bailoteos de labios y mofletes mientras tanto, cogía pequeñas dosis de oxígeno y una vez dentro de la boca las mareaba y maleaba, no las dejaba tranquilas un momento, se enjuagaba las encías con aire fresco para luego, una vez transformado en monóxido y de vuelta de los bronquios, soltarlo afuera en sonoros y graciosos chapurreos. Nadie la ve excepto vosotros y de eso ella nada sabe, así que guardad el secreto y no hagáis el más mínimo ruido, pues si se apercibiera de que está siendo espiada de forma tan desconsiderada por nuestra parte a buen seguro se pondría toda roja, coloradísima, como tomate maduro como poco, y el mundo entero se haría abismo negro y tragón a sus pies. ¡¿Acaso hay alguno de vosotros que no haga absurdas e inconscientes tonterías cuando se sabe a salvo de cualquiera, acompañado en soledad sólo del silencio siempre comprensivo?! En fin, que se nos escapa la historia de las manos y eso que ya se nos estaba acabando; vamos, que un poco más de fofa digresión por mi parte y la conclusión nos la hubiésemos perdido, y bien poca la gracia que hubiese entonces tenido todo esto. La dejamos, a Carol, la pintora menuda de ojos castaños y pelo también castaño en rizosos tirabuzones, con las piernas abiertas y clavadas frente a su desafío en forma de mesa de dibujo, toda hecha una mayúscula y serpeante “S” debido a lo extremadamente adelantado de su vientre, lo arqueado de su espalda luego, en ascendente, para culminar después en lo alto –tampoco mucho, 1.53- de la cabeza gacha y los hombros achaparrados sobre el papel blanco, apenas trazado con dos pares o tres de torpes líneas. Imposible concentrarse, pensó, imposible hoy, está visto. No va a salir nada, al menos hoy… necesito salir, que me dé el aire... tal vez luego, después de un paseo… ¡Beckett maldito! ¡A ver por qué no le tuviste que coger afición al zumo de zanahorias!... Y cogió chaqueta y llaves y paquete de pitillos y desapareció escaleras abajo, altamente sonora todo y lo pequeña que la sabemos...
11 comentarios
Javi -
Ciao, machín.
katakrek -
Javi -
katakrek -
Javi -
Azuldeblasto, gracias a ti por leer y dejarte maravillar por estos bloques de hielo.
Y eso que no viste, Dernhelm, cuando se enteró de las hemorroides de Rodin... ¡y con qué saña se puso justo después a darle a la brocha! ;)
Dernhelm -
azuldeblasto -
Que apetecible relato, me gusta el ritmo y la manera de contarlo. ¿Continuará?.
La verdad es que me ha entrado un apetito voraz y me zamparia unas buenas rebanadas de pan de cataluña, ese chicloso, migoso y enorme,tostadito como nos lo daba el abuelo cerca de Barcelona.
Gracias javi, por escribir, me reconcilias con los blog.
Un abrazo.
Alvy Singer -
En fin, me has recordado las "instrucciones" para llorar de Cortázar con esta definicion del llanto, aunque no se en que exactamente.
¡Un saludo!
Javi -
Un abrazo fuerte.
Alvy, claro que tienes permiso, hombre, siempre y cuando no me vuelvas a tratar de usted ;)
Un saludo.
Alvy Singer -
Sin pelotilleos, y yo si que le agradezco el comentario, me gusta muchisimo lo que escribe. Me llega, me parece brillante, rebosante de inteligencia.
Y por ello le pido permiso si me da usted licencia para citarle (claro está y enlazar el resto de psots) segun que posts que tiene usted por ahi de cine que me encantan y que lo haría bajo cita expresa de que es obra suya. Sino me da permiso, lo entiendo y tan listos (en concreto sus articulos sobre ETERNAL SUNSHINE y LOST IN TRANSLATION cuy acritica escribi a rebufo de la suya). Y sino pues no pasa nada.
Gracias de todos modos.
¡Un saludo!
wave -
Y bueno, prefiero no imaginar que pasaría si alguien pudiese verme cuando en realidad creo que estoy sola, porque entonces no podría aprovechar ese tiempo en la actividad que llevo a cabo en esos momentos... llorar.