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tannhauser

Feroces

63 años después...

 

"Un soldado japonés que patrullaba el camino de entrada se acercó y cruzó la hierba, mirando a Jim. Fastidiado por la cantinela, estaba a punto de darle un puntapié con la bota gastada. Un resplandor inundó entonces el estadio, fulgurando sobre las graderías del sudoeste como si una inmensa bomba americana hubiese estallado en alguna parte, al noroeste de Shangai. El centinela vaciló, mirando por encima del hombro cuando la luz se hizo más intensa. Pocos segundos más tarde se desvaneció, pero una pálida claridad cubría ahora todo el estadio, los muebles robados, los coches detrás del arco, los prisioneros sobre la hierba. Estaban en el interior de un horno calentado por un segundo sol.

Jim se miró las manos y rodillas blancas, y observó el rostro flaco del soldado japonés, que parecía desconcertado por la luz. Ambos aguardaban el estruendo que seguía al relámpago de las explosiones, pero un silencio ininterrumpido cayó sobre el estadio y sobre la tierra circundante, como si el sol hubiese parpadeado, desanimado durante unos pocos segundos. Jim sonrió al soldado japonés; sintió el deseo de decirle que aquella luz era una premonición de la muerte, la visión de un alma pequeña que se unía a la gran alma del mundo agonizante"

J. G. Ballard

El Imperio del Sol

 

Para los que saben

El abismo entre lo que se pretende expresar y lo que al fin se acaba escribiendo. Y todavía peor, más insalvable: el que se abre entre lo que unos y otros entienden de cuanto escribiste, en función de su nivel cultural, sus lecturas, sus particulares apetencias, así como la cantidad de intangibles cicatrices infligidas por los años. Abismos, precipicios, acantilados de dientes escualos, arrecifes como apetito de cachorros. A un tiempo te arrebatan todas las ganas de enfrentar un teclado y te otrogan nuevos motivos para seguir aporreándolo.

Creo que empiezo a tener cada día más claras las dos orillas de este río perenne y sin desembocadura: escritores como la pintura doméstica, "de interior" y "de exterior", por llamarlos de alguna burda manera. Letras para todos los públicos, a ojos vista, como un cardenal morado a la altura de la clavícula; o bien letras intestinas, hepáticas, tumorales, sólo al alcance de radiólogos o audaces heterónimos de Ray Milland; hombres con rayos X en los ojos... ¿Que no entiendes nada? Pues ni siquiera te molestes en releer, si tienes que tirar para atrás o ponerte a pensar de qué demonios hablo es que los dos hemos fracasado: yo no conseguí que me comprendieras y tus ojos y circunvoluciones no ponen cachondos a los contadores Geiger... Ahora bien, ¿cuál de los dos tiene "un problema"? Añádelo a tu lista de interrogantes...

Exarcebando los extremos, por ejemplo, el catedralicio -estos días tan en el disparadero- Ken Follett sería un escritor para todos los públicos. Tan mayoritaro como inocuo. Alejandra Pizarnik, en cambio, es un incombustible mitocondrio de hermético autocastigo. Follett apenas te pide algo más que los 20 euros que cuesta el tocho de rigor y algunas horas de sofá para conducirte hasta la palabra "FIN". La loca argentina, sin embargo, va a reclamar de ti mucho más; querrá que te arriesgues, que tomes partido, que te adentres en los miasmas de su particular infierno. Tendrás que poner tanto de tu parte, tanto contenido de tu alma, como ella puso de la suya al escribir sus páginas. Tendrás que mojarte o desistir: renunciar a quedarte en la estéril superficie por no haber querido -o sencillamente no haber sido capaz- de ir un paso más allá: arrojarte al vacío sin paracaídas. Follett, y tantos como él, son un salvoconducto al firme transcurso inane de las horas. No ofrece nada porque no pide nada en contraprestación. Pizarnik es un demonio con piel de cordero y boca negra como pasillo de hospital o noches de insomnio y dolor amanecidas en un box de Urgencias. Exige de ti todo y a cambio todo -lo bueno, lo malo y lo terrible- te lo devuelve, por lo común con intereses, lesivos y suicidas.


En este sentido, no me interesa, como lector, cualquier escritura en la que no palpite un anhelo fáustico. Cuanto más años paso en este lado de la existencia tantos menos días me quedan, y lo último que deseo, por tanto, es emplear mis segundos en páginas inofensivas y sin artillería. Leer barato puede salir muy caro, sobre todo cuando has estado al otro lado; habiendo atacado las trincheras enemigas a la carrera, calada la bayoneta, regresar de una pieza y comprobar que no hay verdad sin peligro ni conocimiento sin riesgo, que la auténtica vida es la que avanza siempre pendiente del finísimo hilo, mortal y asesino, de la incertidumbre.

La argentina suicida no se cuenta a pesar de todo, en el panteón de mis indiscutibles, la puse como ejemplo antártico y visceral de lo que es escribir no ya para uno mismo, sino contra uno mismo. Igual que hago yo desde hace tanto, aunque desde divergentes posiciones. Es muy probable que debido a ella, dicha divergencia, Alejandra no comulgase con mis líneas igual que a mí me cuesta navegar las suyas. Los ha habido mucho más próximos a mis adentos sin por ello representar un menor desafío. Lautréamont, Beckett, Durrell, Céline, Kafka, Cioran, Burroughs, Celan, Ballard... No se pueden escribir libros como "Viaje al fin de la noche", "El almuerzo desnudo" o "Crash" sin estar seriamente enfermo. Hacer de tu propia locura la locura de otros: pienso que ya no estoy a tiempo más que de esta forma de literatura. Que los Best-Sellers y los Planetas y Nadales queden para quienes desconocen qué es una digestión accidentada, cuyas noches son como una hogaza de pan untada de mantequilla.

Esta es la razón por la que cada vez tengo más problemas para hacerme entender; porque, sinceramente, me importa un comino ser un muro infranquebale o un espejo abismal en el que mirarse la jeta. Me he dado cuenta de que, todo y su infinita complejidad, el lenguaje es una herramienta demasiado arbitraria e incapaz de los excesos a los que muchos la someteríamos con gusto. No se trata de ponerse a comparar. No es que debamos aventurar que la escritura es un chicle mucho menos maleable, por ejemplo, que la música o la pintura. Se trata de algo más profundo y perverso: lenguaje, música y pintura son sólo torpes y contrahechas máquinas de ordeñar la teta de la mente. Lo que hay aquí dentro es sencillamente demasiado. Habría que dejar de ser hombre; un neurocirojano alienígena, para sacar un inteligible correlato de nuestra diáspora mental. Pretendemos desenterrar el centro de la Tierra a pico y pala y disponemos apenas de 50, 60, con suerte los 70 años, no alcanzando en ninguno de ellos a ser más que un simple ser humano.

Dar a entender a un otro el óxido que pudre tu mente, tarea de dioses en manos subnormales...