VÍAS SIN DESTINO...
El pobre infeliz se ha lanzado a la vía en el momento justo y el tren le ha pasado por encima, destrozándolo.
Su muerte significará apenas un par de horas de retraso en el tiempo estimado de llegada de la máquina, un trozo de vía y unas piedras tintadas de sangre gris durante unos días, hasta que humedad y lluvia se lleven el rastro.
Muchos pasajeros observan el cuerpo desastrado y el circo de sirenas, prisas y uniformes que se mueven alrededor, tramitando burócratas el tránsito de un pedazo de carne a una fosa, de un nombre a un archivo sin ventanas. Los más viejos se persignan, mueven la cabeza de un lado a otro, sin caer en que niegan lo que no tardará en alcanzarles de un modo quizá menos luctuoso. Los que no temen todavía por perder unas horas de su tiempo observan atentamente, queriendo retirar la mirada pero sin perderse un solo detalle, atacados de un mal de hiperestesia. Dos críos bromean y sonríen señalando el espectáculo sanguinolento, sin duda rememorando los pasajes favoritos de sus filmes favoritos de tripas y palomitas.
Reemprende ya la máquina su camino, llevándoselos a todos a sus hogares y destinos respectivos, cuyas líneas se entrelazan como la paciente urdimbre de una araña peluda y negra. Unos se lo contarán a otros, y éstos a su vez a otros muchos, y habrá más negaciones y santigüaciones y bromas chabacanas. Los noticiarios tendrán pasto para un día y poco más. Quizá, alguien, no muy lejos, escriba unas líneas tras enterarse de lo sucedido.
Quizá, no muy lejos también, alguien llore lágrimas sinceras por el muerto y las dos vidas que éste arruinó. Quizá éste nunca supo nada. Tal vez, de saberlo, no le importó.
Se aleja el último vagón del ya vacío escenario de tragicomedia, le sigue el olvido, como una niebla espesa, cada vez mayor; denso y profundo.
Tal vez sólo la mirada azul y líquida de un niño demasiado pequeño para comprender nada todavía escapa a la ola de creciente desinterés, fija como está en la vía, toda ella curva, cada vez más distante, y en el rastro perecedero de tierra ensangrentada.
Tal vez, sólo tal vez quién sabe a quién le importa dentro de de diez, quince, treinta años, llegue a apagarse el azul de sus pupilas, descascarillándose de puro pétreas y cansadas, y entonces la vía y la máquina y las piedras, de nuevo grises, seguirán en su sitio, aguardando...
© JIP
Su muerte significará apenas un par de horas de retraso en el tiempo estimado de llegada de la máquina, un trozo de vía y unas piedras tintadas de sangre gris durante unos días, hasta que humedad y lluvia se lleven el rastro.
Muchos pasajeros observan el cuerpo desastrado y el circo de sirenas, prisas y uniformes que se mueven alrededor, tramitando burócratas el tránsito de un pedazo de carne a una fosa, de un nombre a un archivo sin ventanas. Los más viejos se persignan, mueven la cabeza de un lado a otro, sin caer en que niegan lo que no tardará en alcanzarles de un modo quizá menos luctuoso. Los que no temen todavía por perder unas horas de su tiempo observan atentamente, queriendo retirar la mirada pero sin perderse un solo detalle, atacados de un mal de hiperestesia. Dos críos bromean y sonríen señalando el espectáculo sanguinolento, sin duda rememorando los pasajes favoritos de sus filmes favoritos de tripas y palomitas.
Reemprende ya la máquina su camino, llevándoselos a todos a sus hogares y destinos respectivos, cuyas líneas se entrelazan como la paciente urdimbre de una araña peluda y negra. Unos se lo contarán a otros, y éstos a su vez a otros muchos, y habrá más negaciones y santigüaciones y bromas chabacanas. Los noticiarios tendrán pasto para un día y poco más. Quizá, alguien, no muy lejos, escriba unas líneas tras enterarse de lo sucedido.
Quizá, no muy lejos también, alguien llore lágrimas sinceras por el muerto y las dos vidas que éste arruinó. Quizá éste nunca supo nada. Tal vez, de saberlo, no le importó.
Se aleja el último vagón del ya vacío escenario de tragicomedia, le sigue el olvido, como una niebla espesa, cada vez mayor; denso y profundo.
Tal vez sólo la mirada azul y líquida de un niño demasiado pequeño para comprender nada todavía escapa a la ola de creciente desinterés, fija como está en la vía, toda ella curva, cada vez más distante, y en el rastro perecedero de tierra ensangrentada.
Tal vez, sólo tal vez quién sabe a quién le importa dentro de de diez, quince, treinta años, llegue a apagarse el azul de sus pupilas, descascarillándose de puro pétreas y cansadas, y entonces la vía y la máquina y las piedras, de nuevo grises, seguirán en su sitio, aguardando...
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