INTERROGANTES
El silencio es mancillado por el seco rumor del metal pesado, su carga de miedo y óbito, y la agitación previa al ocaso de alientos. Tanto tiempo pasó ya desde la última noche sordomuda que bien parece que este acre hedor a óxido y carne muerta reina desde el alucinógeno albor de los tiempos.
La ciudad, en las postrimerías del deceso, deconstruida por el tumor cancerígeno que supone el hombre, sufre con impasibilidad, tal que un carbón encendido, el llamear incesante e imparable de su endémico virus.
Allí, en una de sus más céntricas plazas, corazón neurálgico del tumor megalómano, donde la carne roja del chivo expiatorio y el negro metal abigarrado se hacen uno, se retuercen y se besan, donde la descarnada letalidad de la simbiosis infame entre los monstruos de la razón y el sinsentido de los cadáveres aún palpitantes restalla con mayor fuerza, anegando por completo la decadente afasia de una nocturnidad amortajada por la luz del plenilunio difuso -casi cobarde-, tres almas sombrías, hermanadas en un pasado que se antoja ahora tan remoto, musitan palabras yertas, evisceradas de sentimientos, como el acero fundido que circula y circula lenta pero constantemente, a su alrededor, como queriendo representar un blasfemo eterno retorno. Antiguos amigos de infancia atrapados en la empalagosa telaraña de una realidad inane y demoledora que buscan en vano un significado mucho tiempo atrás sepultado bajo toneladas de odio, rabia y sangre.
Uno de ellos, tal vez Daniel, descansa, la cabeza gacha, junto a un derruido monumento a los caídos en pretéritas sangrías, que, no obstante, bien podría convertirse en epitafio universal. Los otros dos, puede que Fernando y Enrique, permanecen de pie frente a él, aplastados por el futuro inmediato, ya que pensar en lo por venir a grandes plazos asfixia los pulmones con un amargura fría, helada, tan venenosa, que hace que el llano gesto de seguir respirando produzca auténticas arcadas.
El que tal vez pudiera ser Daniel levanta la mirada y parece sonreír esquivamente, apenas dejando entrever la ironía en sus facciones precozmente avejentadas.
-Esta vida puede llegar a ser tan bastarda... -calló unos instantes, queriendo en vano tomar algo de aire-... echad la vista atrás, no demasiado, cuando el paso de aquel cometa revolucionó el mundo, recordáis... días felices, sí... o mejor dicho, distintos... Fue entonces sí fue entonces cuando cada uno de nosotros pidió el deseo, anhelando infantilmente que el destino cambiase a su favor.
-Tú, Fernando, apocado y débil siempre, el más sensible el más herido en el alma por esta maldita realidad, deseaste poder tener algún día valor y fuerza de voluntad, absolutos, que te permitiesen afrontar el desafío de la vida con la cabeza bien alta... Hoy... amigo mío... vas a saber lo que es tener valor.
-Enrique... en un alarde de suicida complacencia deseaste poder llegar a probar de la vida toda la crudeza que una infancia fácil y protectora jamás te había permitido ni atisbar... Hoy, si es que todavía no has tenido bastante, paladearás al fin el horror absoluto.
-Yo, como sabéis, también voy a ver cumplido mi deseo... contemplo ya, de hecho, cómo me viene a buscar... fijaos bien, amigos, qué puta e irónica es la vida...
Daniel -o Fernando, o tal vez Enrique, pues el nombre nada vale ahora, y los destinos son intercambiables- baja de nuevo la cabeza al ver como la sombra del verdugo se acerca lentamente. Su rostro reflejaría una triste media sonrisa, forzada y definitiva, si algún rayo de luz anduviese en torno suyo.
-Es la hora. Procedan.
Son sólo dos aullidos más, ahogados en el fragor de la huída del metal. En un instante los dos impactos le quitan la vida mientras su cuerpo se desliza sordamente sobre la base del monumento. Allí quedará su carne infecta, como símbolo inequívoco de la venganza y el odio entre hermanos, cuando el bando enemigo se haya retirado por completo al salir el sol.
Apesadumbrados, tocados por una melancolía que jamás los abandonará, los dos asesinos se alejan del cadáver que, al igual que sus dos amigos y ejecutores, ha visto cumplido un añejo anhelo... que, algún día, todos los interrogantes se desvanezcan.
© JIP
La ciudad, en las postrimerías del deceso, deconstruida por el tumor cancerígeno que supone el hombre, sufre con impasibilidad, tal que un carbón encendido, el llamear incesante e imparable de su endémico virus.
Allí, en una de sus más céntricas plazas, corazón neurálgico del tumor megalómano, donde la carne roja del chivo expiatorio y el negro metal abigarrado se hacen uno, se retuercen y se besan, donde la descarnada letalidad de la simbiosis infame entre los monstruos de la razón y el sinsentido de los cadáveres aún palpitantes restalla con mayor fuerza, anegando por completo la decadente afasia de una nocturnidad amortajada por la luz del plenilunio difuso -casi cobarde-, tres almas sombrías, hermanadas en un pasado que se antoja ahora tan remoto, musitan palabras yertas, evisceradas de sentimientos, como el acero fundido que circula y circula lenta pero constantemente, a su alrededor, como queriendo representar un blasfemo eterno retorno. Antiguos amigos de infancia atrapados en la empalagosa telaraña de una realidad inane y demoledora que buscan en vano un significado mucho tiempo atrás sepultado bajo toneladas de odio, rabia y sangre.
Uno de ellos, tal vez Daniel, descansa, la cabeza gacha, junto a un derruido monumento a los caídos en pretéritas sangrías, que, no obstante, bien podría convertirse en epitafio universal. Los otros dos, puede que Fernando y Enrique, permanecen de pie frente a él, aplastados por el futuro inmediato, ya que pensar en lo por venir a grandes plazos asfixia los pulmones con un amargura fría, helada, tan venenosa, que hace que el llano gesto de seguir respirando produzca auténticas arcadas.
El que tal vez pudiera ser Daniel levanta la mirada y parece sonreír esquivamente, apenas dejando entrever la ironía en sus facciones precozmente avejentadas.
-Esta vida puede llegar a ser tan bastarda... -calló unos instantes, queriendo en vano tomar algo de aire-... echad la vista atrás, no demasiado, cuando el paso de aquel cometa revolucionó el mundo, recordáis... días felices, sí... o mejor dicho, distintos... Fue entonces sí fue entonces cuando cada uno de nosotros pidió el deseo, anhelando infantilmente que el destino cambiase a su favor.
-Tú, Fernando, apocado y débil siempre, el más sensible el más herido en el alma por esta maldita realidad, deseaste poder tener algún día valor y fuerza de voluntad, absolutos, que te permitiesen afrontar el desafío de la vida con la cabeza bien alta... Hoy... amigo mío... vas a saber lo que es tener valor.
-Enrique... en un alarde de suicida complacencia deseaste poder llegar a probar de la vida toda la crudeza que una infancia fácil y protectora jamás te había permitido ni atisbar... Hoy, si es que todavía no has tenido bastante, paladearás al fin el horror absoluto.
-Yo, como sabéis, también voy a ver cumplido mi deseo... contemplo ya, de hecho, cómo me viene a buscar... fijaos bien, amigos, qué puta e irónica es la vida...
Daniel -o Fernando, o tal vez Enrique, pues el nombre nada vale ahora, y los destinos son intercambiables- baja de nuevo la cabeza al ver como la sombra del verdugo se acerca lentamente. Su rostro reflejaría una triste media sonrisa, forzada y definitiva, si algún rayo de luz anduviese en torno suyo.
-Es la hora. Procedan.
Son sólo dos aullidos más, ahogados en el fragor de la huída del metal. En un instante los dos impactos le quitan la vida mientras su cuerpo se desliza sordamente sobre la base del monumento. Allí quedará su carne infecta, como símbolo inequívoco de la venganza y el odio entre hermanos, cuando el bando enemigo se haya retirado por completo al salir el sol.
Apesadumbrados, tocados por una melancolía que jamás los abandonará, los dos asesinos se alejan del cadáver que, al igual que sus dos amigos y ejecutores, ha visto cumplido un añejo anhelo... que, algún día, todos los interrogantes se desvanezcan.
© JIP
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