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tannhauser

DIARIO DE MI HYDE (10)

Poco más de las nueve de la mañana y cojo el primer coche del día, a partir de ese instante me transformo en el engranaje maestro que hará avanzar este armazón de planchas metálicas, cableados, vinilos y siliconas. Me encajo en el asiento, me adhiero al volante, me fundo con los pedales, encasto mi vista y mi mente en el juego de lunas y espejos. Un día más, y hasta que encuentre el muro perfecto, la curva sin salida, bienvenido al Hervidero…

Salgo al circo de cemento y me uno al torrente de cromados multicolores y asfalto. Semáforo en rojo, freno. Tercera posición en mi parrilla de salida. Cielo nublado, no se ve el sol, pero da igual, sé que está ahí, lo siento, siento cómo mi piel se cuece lentamente a través del parabrisas. Acciono un par de botones, mis dedos presionando en el centro del salpicadero, pero son las ventanas las que bajan a ambos lados; elevalunas eléctricos… negras magias del hombre blanco. Cierro el aire acondicionado, es aire muerto, filtrado directamente desde las entrañas de una fábrica de hollín y aceite emponzoñado. Al instante me llega la melodía diabólica de los motores y los tubos de escape, estallante en run runs monocordes, alienantes, aniquiladores. Podría llegar a distinguir todos y cada uno de ellos, el oído se agudiza en la muerte… sí, podría llegar a discernir cuál es turbodiesel, cuál gasolina, cuál inyección, cuál está enfermo, cuál muy próximo al fin, cuál simplemente achacoso por los años de rodaje. Siento que podría otorgar nombres distintos, finales, a todas y cada una de esas voces de humo y aire negro que me taladran desde la calzada. Es insoportable… De modo que subo el volumen de la música -más botones, siempre botones- hasta el umbral de lo soportable, hasta sangrarme los tímpanos, hasta conseguir captar la mirada torva y desencajada de los peatones. La música es lo único que me mantiene a este lado de la enajenación, justo allí donde oyes rugir sus aguas pero todavía no te arrastran. La melodía rugiente del reproductor lubrica mis articulaciones, mis nervios, mi angustia; la doma… tal que un potro salvaje sujeto a dantesca danza, lo necesario para tenerme a sus órdenes, para que haga lo que se espera de mí… simplemente, que desembrague y acelere. Semáforo en verde, se abre el ventrículo y se da la salida. A vacíos insondables de mi humanidad, convertido en resorte sin alma, hago avanzar la máquina…

Los Hematíes de la Muerte


Aquí dentro el tiempo no pasa, transita, no funciona en términos de esferas ni de manecillas, sino que se alimenta de acelerones, frenadas bruscas, bocinazos, monóxido de carbono diseminándose cancerígeno por el aire, los pulmones, tus entrañas, hasta regarlo todo de tinieblas. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? El sol ya está ahí arriba, ardiéndolo todo, mis manos y mis brazos, mi frente y mis pestañas. Qué coche es este… el cuarto… el quinto… no lo sé… Qué posición ocupa en la suma total de mi vida… Cuántos kilómetros llevo ya a las espaldas… muchos más de los que podría caminar en vidas humanas infinitas.

Luz roja, freno de nuevo. Luz verde, en marcha otra vez. Meten primera y aceleran hasta el infierno para volver a frenar en seco a los pocos metros, violentamente, asesinando energía, matando movimiento, ahogando equilibrio, todos, del primero al último, optimizando la entropía, perfilando el caos. Estas son las venas, las arterias escleróticas de un cuerpo enfermo; la ciudad, y estas cápsulas de fibra de vidrio y metal son sus hematíes de la muerte.

El sudor perlando mi frente, bajando las mejillas, rasgando las pupilas, La mano izquierda a las 12 del volante engomado, la derecha en el cambio de marchas metalizado; mis brazos son simples palancas, sistemas hidráulicos cuyo eje es mi pecho yerto, desalentado. El asfalto arde, el aire hierve, la atmósfera se llena de los humores de una humanidad castrada, los restos de una civilización emasculada, los brotes esquizoides de una razón decapitada.

De repente algo se mueve, se clarifica, adquiere brillo en la mente, consigo por instantes liberarme de su canto hipnótico, de la vibración mesmérica del loco subir y bajar de pistones, tomando conciencia de mi servidumbre, mi agonía y mi esclavitud… Y la furia empieza a crecer desde honduras ignotas, se hace hiel en mi boca y rabia en mi mente, puro odio efervescente en mis manos. Ya me tiene donde quería, al borde del precipicio, sintiendo la locura desgarrarme el alma… Embrague adentro, palanca a izquierdas, acelerón a fondo, mis pies pisan furiosos. Encajo las marchas violentamente, haciendo rascar los engranajes. Subo a primera, piso al límite, el motor ruge, las ruedas patinan, el morro del coche se pega al suelo como perro sabueso olisqueando orines. Luego segunda, y tercera, apurando revoluciones, haciendo al motor gritar su canto de guerra, cuarta y quinta, la carretera se estrecha, las líneas se alargan, la visión se tiñe de infinito… Y entonces cambio, decelero, y empiezo a bajar marchas, bruscamente, sin pisar freno, y en cada una de ellas el motor gime, y el armazón se atranca, salta encabritado, terriblemente dolido por la espuela bien clavada. Quiero hacerlo sufrir, quiero hacerlo aullar, quiero que las piezas una a una se le caigan, esquilmarlo, asfixiarlo, estallarlo conmigo dentro. Cojo una curva rápida, abro el ángulo de entrada para luego cerrarlo de un sajante volantazo, y todo se escora a un lado y se inclina y adquiere proporciones de tragedia, y entonces lo consigo… ese chillar de cabritillo sacrificado, ese crujir de goma asesinada, ese gritar de rueda quemada… ¡Chilla!, ¡chilla!, ¡CHILLA!... aprende los caminos del dolor… Necesito ver los rastros de tu negra sangre seca adheridos a la carretera…

La velocidad crea carne infecta en mi cabeza, coágulos de neurosis, visiones de propia muerte que un día me asaltan para no abandonarme más, y entonces me imagino en el último choque, el final, con la triple o cuádruple o infinita colisión, en perfecta cámara lenta; primero mi sangre, mis glóbulos rojos, mi roja vida, aplastándose contra las paredes de las arterias; luego mis órganos, el hígado, el páncreas, el bazo, los pulmones, haciéndose añicos contra los músculos y las costillas; después los huesos fracturándose, penetrando la piel y la carne hacia fuera, creando arquitecturas terminales y grotescas; y finalmente mi cuerpo, mi yo, mi cara, mis ojos, mi boca, mi alma, destruyéndose contra el salpicadero, el parabrisas, los pedales y el asiento… todos mis huesos y toda mi sangre unidos al metal doblado en perfecta simbiosis… todo mis pensamientos y todo lo que fui evaporándose por instantes hacia la nada, como el agua del radiador que sube en nube gris hacia el cielo inerte… y todo el conjunto desde fuera, en la distancia, visto como un lienzo abstracto y tenaz, la representación cruda de la nueva criatura que ha de archivar al viejo hombre en anaqueles de olvido, la que ha de subir un nuevo peldaño en la escala de una evolución ignota, esa misma que algún día ha de conseguir al fin silenciarlo todo…

El día termina, aparco el último coche, el mismo al que he hecho gritar, saltar, gemir, llorar, deslizarse rugiente hacia el límite de la cuneta… Quito la llave del contacto y el silencio me embarga. Me desabrocho el cinturón de seguridad y abro la puerta. Saco una pierna afuera. Intento lentamente deshacerme de las riendas psíquicas que todavía me atan a este armazón de infiernos. Cuando lo consigo, una vez fuera, oigo activarse el ventilador, de tanto en tanto algo en el interior del capó crepita. El pobre bicho se está todavía lamiendo las heridas…

Triste, Solitario y Final... Unido a la Máquina


La noche me acoge cabizbajo, vacío, exhausto… desahuciado. Camino lentamente sin rumbo, con las articulaciones tumefactas, anquilosadas, con la mente en blanco, reseteada, como si fuera de la cabina de piloto fuese poco más que una marioneta sin destino en manos de un dios titiritero travieso, intentando en vano recordar si había en mi vida algo humano por lo que luchar que mereciese la pena, preguntándome si acaso no habría sido mejor solución convertirme en escultor/ejecutor de mi propio fin… allí en la curva cerrada, mientras hacía chillar a la máquina a través de mi angustia y mi rabia enajenadas…

© JIP

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