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tannhauser

¡Sniper!


La escritura como herida, como miedo, como absceso. La escritura como pánico. Como tomahawk. Un arma arrojadiza.


“La literatura no es un oficio, es una enfermedad; uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza”. Le leo esta declaración a Ricardo Menéndez Salmón en el número de enero de la revista Quimera. Autor de una de las novelas revelación de la pasada temporada, “La ofensa”, que leí más o menos por estas fechas ahora hace un año, o eso creo, ahora no tengo en mente el mes concreto, pero sí que hacía frío, como hoy. “La ofensa” no es exactamente una “novela”, es lo que algunos gustan de llamar “novelette” y otros “novella”, tal vez Unamuno la hubiese calificado de “nivola”. Ni estoy seguro de que sea una “novela corta”, más bien se me antoja como un “largo cuento extraño”. Recuerdo que empecé a leerla en la cafetería de la estación, mientras esperaba el tren, luego, ya en marcha, no pude ni quise dejarla; pensé: “bueno, he aquí un tipo que sabe escribir”. Había mucho trabajo en cada línea, en cada párrafo, se notaba, pero no lo suficiente como para molestar. Fluías. No tenías que darte de cabezazos contra los párrafos para desbrozarlos y ver qué había detrás; no todas las escrituras ambiciosas pueden decir lo mismo. Y la de Menéndez Salmón lo es, qué duda cabe. Ambiciosísima.



Llegó el tren, llegué a Barcelona, Paseo de Gracia, encrucijada de un mundo en tránsito hacia mi interior apocalipsis. Coger el tren aquella mañana no había tenido ningún objetivo claro, como no fuese el de escapar, aunque no tuviese claro de qué. Había viajado desde una nada de provincias hasta una nada cosmopolita, regular y establecida. Sólo el tránsito de una a otra trasladaba a mis células cierta sensación de que mis pulmones seguían bombeando aire. Anduve por las calles rebotando como la última bola de una máquina de "pinball", mochila al hombro, cabeza gacha, encogido de frío porque nunca salgo de casa con la chaqueta adecuada. Acabé en un banco público, muy cerca de Arco de Triunfo, lugar que durante mucho tiempo significó la alegría, lo especial, una felicidad incombatible. Ahora, en cambio, sólo pensarme en ese mismo lugar aquella soleada mañana de domingo, cuando empezó la mascarada, cuando dejé inocularme el virus, siento cómo me suben en torrente las náuseas hasta la garganta. Lawrence Durrell dijo algo así como que “una ciudad es el mundo cuando la habita la persona amada”. Esa misma ciudad puede convertirse en el Dolor, así, inabordable y en mayúsculas, si la persona que concentra todo tu odio habita sus calles. Caminar por sus arrabales es sentir la muerte royéndote las entrañas con el doble filo del resentimiento y la remembranza. Poco más o menos lo que hoy día me ocurre cada vez que piso la ciudad condal.



Pero por aquel entonces, el invierno pasado, todavía era una errabunda alma en pena, un zombi con el corazón encerrado aún en el baúl de un prestidigitador sorprendido por la muerte a la hora del desayuno. Aguardando a que fuesen otros quienes hallasen el cadáver del mago y me sacasen de allí, porque tenía claro que yo no podría salir por mis propios medios. Relojes, alianzas, billetes de 50, vale, puedes conseguir otros… pero nunca hay que ofrecerse voluntario para los trucos de magia que ponen en liza el corazón.



Estaba, como digo, sentado en aquel banco, evitando preguntarme qué demonios hacía allí, ya que de hacerlo me preguntaría cómo diablos había llegado hasta aquello. Serían dos preguntas sin respuesta, me encontraría dos absurdos más cerca de mis sesos percutidos contra la pared… De modo que volví a “La ofensa”, encogido sobre el libro para ofrecer el menor blanco posible el viento predador. Me había quedado en la última parte, la tercera.


La terminé allí mismo, al cabo de media, una hora, no sé. Menuda cara de gilipollas se me debió quedar: “bueno, he aquí un tipo que no ha sabido acabar su novela”, o nivola, o novella, lo que os dé la gana.


Recomendé “La ofensa”, pese a todo, a varios amigos, a ver si era verdad o sólo cosas mías, que me estaba volviendo un viejo quisquilloso. Todos llegaron más o menos a la misma conclusión: comienza muy bien, pero… ¡¿Y el final?! Eso mismo todavía me lo ando preguntando yo. De todos cuantos había en el limbo de los finales, Ricardo, tuviste que rematar tu ofensa con el peor…


Desde entonces había querido escribir algo sobre Menéndez Salmón, sobre su ofensa –la novela, no su final–, pero acabé siempre postergándolo, así que aprovecho ahora, aprovecho ese estupendo aforismo que le leí días atrás en una entrevista, para quitarme la espina.


Ahora volvamos al principio. La escritura como herida, “como enfermedad” si es que seguimos al autor de “La ofensa”. Los escritores como “enfermos” que intentan curarse, que escriben para “autocurarse”. Yo estuve enfermo entonces y sigo enfermo ahora, todo y que la de ahora sea una variación, una evolución del mal de entonces. Lo que Menéndez Salmón se dejó en el tintero es que la escritura es un “mal incurable”, una suerte de “ébola hiperlaxo”, se lo toma con calma sabedor de que no habrá antiviral que lo subvierta. Antes o después te acaba destruyendo. Te acabas –auto– destruyendo. Es una quimera y una paradoja, una aporía; contradicción pura, sin adulterar. No hay más médico que uno mismo, la única vía la tan cacareada “automedicación”. Escribir para no sucumbir a la realidad, para sucumbir inmerso en la literatura; un fin sin duda harto más preferible.


Por eso, como cualquier habitante del corredor de la muerte, como todo infectado terminal, envidias la vida de la que careces, que ya no te pertenece. Proyectas hacia afuera tu mal, tu vasto poder de mortandad; anhelas la pandemia. Quisieras ver la entera humanidad agonizante, asediada por tus bubones, antes de irte al otro barrio… Es algo que está esencialmente imbricado en nuestras vísceras y que comparte con la guerra, la matanza, tantos litros de linfa como campos semánticos.


Un corazón enfermo es un corazón egoísta. Un corazón enfermo quiere vivir sobre la certeza del fin. Pretende seguir latiendo pese a la septicemia y los miasmas, pese a la gangrena que ya lo ha podrido hasta el tuétano. Porque la vida es el Polvo de los Polvos. El ubicuo placebo. Te engaña a la par que te engancha. Te engaña. Te engancha. Mucho más y mejor que el sentimiento amoroso, ese otro gran falsario. Te engaña. Te engancha. Te hace creer en la vida aun cuando apenas eres algo más que muerte.


Paralelamente y en contraposición, el cuerpo es sabio, el cerebro reptiliano sabe, que está enfermo, que se muere, que se hunde el barco; llega el tiempo de las ratas. No le queda otra que obedecer las órdenes de un general ciego, el corazón, ese Hitler alucinado que todavía sueña con bombardear Washington mientras el ejército rojo pasa Berlín a cuchillo, pero una vez fuera del búnker, a la sombra del dictador, el cerebro moribundo escribe sus propias contraórdenes: el virus, la epidemia, el odio, la rabia, el napalm, la guerra. Morir matando, la revancha, el desquite, llevarse por delante cuantos más mejor antes de que todo se apague: la termodinámica de las entrañas envenenadas funciona a la inversa que la Historia…

Por eso, la escritura como ajuste de cuentas con la realidad. Soy un enfermo terminal que se engaña, albergo esperanzas de un nuevo y rojo corazón. Espero que salgan de la nada las tropas que me salven de este hundimiento, cuando mis generales saben que éstas nunca llegarán, sencillamente no existen. Soy un condenado a la pena capital. Nada que perder y mucho que dañar. Me alisto voluntario a los cuerpos de élite de la wehrmacht de la rabia.


Pequeña y precisa máquina de odio. Soy un francotirador.


No aspiro a construir nada con mis palabras, sólo busco destruir, derribar, eso sí, selectiva, quirúrgicamente. No soy una bomba H, no soy un Auschwitz, no soy un pelotón de castigo. Soy un cirujano perverso. Un mad doctor con temporizador. La implosión de las Tinieblas. Trabajo solo. Me oculto y me hago uno con el paisaje urbano; desaparezco. Observo, sigo el movimiento de las siluetas a través la mirilla, apunto… disparo: blanco… Cambio de posición... Sé que tengo los días contados, tarde o temprano darán conmigo, entonces se acabarán, la enfermedad, el dolor, este rencor…


La escritura como apósito, compresa helada contra la fiebre del sinsentido y la lepra de la tristeza. No hay órgano humano más susceptible a la enfermedad, el corazón, enseguida evidencia síntomas de “tiranía”. Primero crónica, al fin mortal, devastadora entre medias, en los adentros y también en las afueras.


La escritura como herida. La vida como desquite. El corazón como tiranía. Soy un francotirador.

14 comentarios

BHTX -

Ama a quien amor merese y elimina a quien dañe a lo que amas.

el_rey_de_amarillo -

La escritura como expurgación resulta correcta en tu caso.

Javier -

Alex, tienes razón, el desamor es mejor aliado de la mente creadora que el amor, qué le vamos hacer si nos gusta torturarnos...

Y desde luego existe; el "rencor enamorado" existe. Primero es "enamorado", luego sencillamente se queda en rencor.

Alex -

Cuando su chica le dejó, Rick Moody dijo que deseaba que fuera feliz... en otra ciudad. Es aquello que Gala definía como el rencor enamorado: "quiero que le duela tanto como a mí". En realidad el desamor es el principal aliado de la literatura, y del cine, y de la música, y de todo...

Samuel -

Bueno, mientras todas tus balas nos acierten de este modo, me voy a pintar una diana en la frente...

Tudo de bom para você.

Javier -

Gofun, no acabo de ver cómo un arma -se sepa o no utilizar- puede llegar a sintetizar -semánticamente o no- "lo bueno y bello que es vivir"...

De todos modos, en lo que a mí respecta, para el júbilo y la alegría y el buenrrollismo incondicionales ya se me pasó el arroz. Disfrútalos mientras te queden.

Saludos.

gofun -

Alguien te habra dado una arma, que mientras aprendes a ver como funciona, sintetiza semanticamente la catastrofe cuando debería promover lo que a nadie le interesa, lo bueno y bello que es vivir.

yume -

si el objetivo era meternos un balazo por el occipital, misión cumplida, puede recojer los bártulos y situarse en su nueva posición...

child in time -

Ahora caigo eres: ¡Francoman! La hostia tío, eres inmensamente franco, joder, te cagas, ¡VIVA TÚ!

Javier -

Ash, ser osado es de lo poco gratis que nos queda en este mundo, sobre todo para los que nos quedamos fuera de la tripulación de la Nostromo...

Javier -

Eso por supuesto Child, me refería a que en Tufoman Vs. Vampiro Wifi me preguntaste por qué personaje me tenía yo... Aquí lo tienes.

Lo dicho, te escribo en breve.

child in time -

No te preocupes. Escríbeme cuando te apetezca

ASH -

Añoras el amor? Añoras el sentido que confería a tus días? Por eso renuncias osadamente al mismo? Acabas de condenarte... Lo volverás a vivir, y desde la Nostromo me reiré con ganas

Javier -

Child, lo prometido es deuda...