"El mundo es un puente; crúzalo, pero no levantes tu casa en él"
De 1977 a 1988 van 11 años: entre su última grave hospitalización por alcoholismo y su prematura muerte en cama a los 50 mediaron 11 años. Once años que Raymond Carver siempre contempló como una segunda oportunidad que el destino le brindaba para enmendar su camino, aprovechar toda la vida que hasta entonces sólo había derrochado... Fueron los años de sus mejores cuentos y poemas, de libros como "¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?", "Catedral", "Donde el agua se une a otras aguas" o "Bajo una luz marina". Años en los que conoció de nuevo el amor, quizá el verdadero. Años de felicidad y paz consigo mismo, lejos de los fantasmas autodestructores que casi acaban con él. Once años de prórroga y respiro, de vida buena y mejor escritura, que, como todo lo bueno, no pudieron durar... Tras meses de lucha contra un tumor cerebral Carver empieza a perder la batalla de la vida, asume que su tiempo de prórroga se está agotando, pero ahí quedan esos once años, ¿no?: la vida, las páginas, la felicidad... ¿Cuántos no abandonan en este mundo sin nada de todo eso?
El 2 de agosto de 1988 la luz de Carver se apaga en su casa de Port Angeles, a su lado en todo momento estuvo Tess Gallagher, la mujer detrás de todos esos años de tiempo añadido. Gallagher, a su vez poeta, nos ha dado un libro, "El puente que cruza la Luna", que es a la vez íntimo homenaje y profunda remembranza del marido muerto, y del que os dejo este "Poema Sordo":
Poema Sordo
No leas éste en voz alta. No está hecho
para ser escuchado; ni siquiera en las zonas sónicas
de la mente debería tropezar la palabra "explosión",
y detonar en la habitación silenciosa. Mi amor
necesita palabras ajenas a
la boca y las cuerdas vocales. Sin vibraciones, por favor.
Necesita concentrar la reciente capacidad inhumana de su alma
en dispersarse por lo más espeso
del bosque. Forma parte del plan que los pájaros
se coman las migas. Está bien. No volverá por
ese camino. Le gusta donde está. Pero, aunque
no le guste, nada puedo saber al respecto. Que
canten los pájaros. Le gustaba escucharlos
a cualquier hora del día. Que este poema alcance
su sordera. Presta atención de otro modo, como
cuando inclino la cabeza y apoyo la frente
en la errónea creencia en el poder del amor
para manisfestarse, a pesar de la distancia, la alegría que nos hermanaba.
Dondequiera que esté, sabe que sigo teniendo dos pies
y que me he roto uno bailando.
Vendría a mí si pudiera. Es agradable estar seguro
de algo cuando hablamos de los muertos. A veces
me olvido de lo que estoy haciendo, y le llamo. ¿Soy yo! ¿Cómo
pudiste marcharte así? Justo cuando las cosas se estaban
poniendo bien. Lo recuerdo, malhumorada, su promesa
de llevarme en un trineo tirado por caballos
con campanillas. Vuelve la vista atrás en su sueño, igual
que miraría un violín a su arco, a punto de convertirse en astillas,
al otro lado de la habitación. No intenta
detener nada. Ni el baile. Ni la sordera
de mis poemas cuando llegan como un saco de piedras
mojadas. Sí, puede volver a la vida el tiempo suficiente
como para que la eternidad lo aprese, hasta que uno de nosotros
pueda velar y escribir el poema sordo,
un poema al que le falte hasta el lenguaje
con el que no está escrito.
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