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Cuando muy pequeño vi una película en la televisión, o al menos creo que fue una película, porque siempre he tenido la sensación de haber estado un buen rato allí sentado, con mis papis, en el sofá, contemplando embobado aquellos dibujos animados. Eran japoneses, eso lo tengo claro, y eran muy buenos; eso creo que también, aunque después ya jamás nunca he vuelto a saber de ella. Mejor así, mejor no haber vuelto a encontrarla, porque de lo contrario es probable que hubiese descubierto, como pasa casi siempre con los mitos infantiles, que la cosa no era para tanto...
El caso es que trataba de un niño también, un niño samurai que al final moría. Creo que hubo una niña de por medio, un amor, y no recuerdo si tuvieron que ver algo ese amor y esa niña con su muerte; seguramente sí -es lo que suele suceder en estos casos-, porque lo único que conservo de todo aquello es lo triste y final; su muerte. Lo mataban. Lo mataron. Yo lo estaba adivirtiendo desde hacía minutos, ya con mi ingenuo cerebro de entonces, todo mocoso y bobalicón, lo presentía, que lo iban a matar. Y yo no quería que eso pasase. No quería que aquel niño muriese; ni siquiera que acabase la película; sólo que todo siguiese igual, aunque fuese eternamente y yo ya nunca más pudiese despegarme de allí, regresar a la vida de todos los días, volver a jugar con mis juguetes... Pero por favor, que no lo matasen. Por favor, por favor, por favor, niño jesús, que no lo maten, me decía, me rogaba, y seguro que no podía dejar de mover las rodillas de un lado a otro de pura ansiedad. Pero estaba claro, era evidente, y todo y que yo en aquel tiempo nada sabía apenas de la vida, se veía venir que aquello estaba por acabar, que todo estaba ya escrito; y que tenía que acabar mal.
Así fue. Lo atravesaron con una katana. Y allí se quedó quieto, estirado en el suelo todo muerte, un círculo de rojísima sangre manó de su vientre, manchando la tierra, y las letras de los créditos empezaron a subir. Una música que ya no recuerdo -que probablemente hoy no reconocería- pero que no pudo ser sino muy triste y muy bonita comenzó a sonar...
A mí se me hizo algo así como una especie de vómito de aire y de rabia en la garganta, que me había subido desde lo más hondo del estómago y que me quería estallar. En los ojos. En la nariz. Porque por el alma ya había pasado y me la había arrasado toda... Es el primer recuerdo que tengo de haberme sentido así, con esa terrible sed de llanto, ese terrible desconsuelo.
Recuerdo que me levanté y salí del comedor, con la angustia hecha ovillo y granada a punto de explotar en el centro de mi cara. Me encerré en el dormitorio de mis padres. Yo todavía dormía allí, allí estaba todavía mi pequeña cama... Y allí rompí a llorar como una maldita madalena.
¿Por qué? ¿Por qué había tenido que morir? No lo entendía. Pero allí estaba, ¿no?, todo cadáver ensangrentado, tan quieto y tan mudo. Tan imposible... Pero ahí, fuera de mi alcance, por supuesto, y también, lo sabía, fuera del alcance de cualquiera...
La impotencia... La tragedia... La desolación...
Fue como cuando no sé cuánto poco después me asaltó de repente en casa de una de mis tías la idea de que mi mami tendría que morir algún día. Sí, que se moriría. Y yo me quedaría solo, sin ella, sin mi mami, sin mi madre... ¿Y qué iba entonces a hacer yo?... Nada, no haría nada, también me moriría... porque yo sin mi mami no era nada...
Conque de nuevo el ovillo y de nuevo el llanto ahogado, no estridente, sino ahogado, del peor, del que se te queda dentro porque no lo quieres echar pero tampoco puedes aguantarlo, que se te derrama del corazón por los ojos y la nariz y la boca como ardiente lava arrasando el verde de la vida...
Y precisamente porque fueron llantos ahogados y silenciosos fueron lágrimas en soledad; ni mis padres vinieron del comedor al dormitorio para saber qué ocurría, ni mi madre y mi tía dejaron su café de la tarde para enterarse de por qué el javi chiquito estaba llorando en el el cuarto de sus primos.
Aunque, claro está, aquella soledad en la que lloraba por un muerto no era nada comparable con la soledad absoluta, la de la muerte, que esa era la que en realidad me estaba enseñando las fauces, haciendo que me cagara de miedo en los pantalones.
Pensar en el pobre y valiente samurai, ahí, en la nada, siendo nada a su vez... Pensar en mi madre, mi mami, mi mami que yo quería tanto, allí también, en la oscuridad, en el silencio, para siempre. "Para siempre...", eso era lo peor. Y yo sin poder hacer nada, sólo llorar, que de tan nada servía, y a pesar de eso no poderlo evitar: derramarme de aquella manera, con lo que dolía todo luego, y los mocos que te sacaba, y lo escocida que te quedaba la garganta menuda...
Nunca he podido reponerme a ninguno de aquellos momentos. Me han dolido mucho más, por ejemplo, que las muchas veces que he pensado en mi propia muerte, mi desaparecer; cada vez que he intentado hacerme a la idea de, como dice la peli, Mi vida sin mí... Fue como si algo se me hubiese marchado con ellos, con la muerte de aquel dibujo animado y la muerte por venir de mi madre... Como si yo también hubiera muerto profundamente por unos segundos...
Supongo que es algo así como cuando te rompes un hueso, te operan de algo, o has dado ya tantos tumbos por la vida que el cuerpo se te resiente y te salta con eso de "¡ey!, córtate un poco, que ya no llego, ¿es que acaso no recuerdas aquello que nos pasó?"... Con los años y las hostias el cuerpo va poco a poco haciéndose un tullido, perdiendo porcentajes de operatividad... Y el alma, si es que existe algo semejante..., o el corazón..., sí, quedémonos mejor con eso, con el corazón, también va muriéndose a pequeños pedacitos...
A mí con lo del valiente samurai cadáver en la pantalla se me fue ya el uno por ciento y se me quedó el contador de ilusiones en 99. Luego vino lo de imaginarla muerta, a mi madre, un momento que por suerte está aún por llegar, pero que en aquel entonces me mató otro poco... digamos un tres o cuatro por ciento, júbilo arriba júbilo abajo...
Y bueno, a partir de entonces la cosa ha ido bajando, como en cualquiera que haya vivido, y más si es que ha amado, a otro por encima incluso de sí mismo.
Y así ocurre que igual que corre el contador del cuerpo corre también el del alma y el corazoncillo, y poco a poco, día a día, te vas apagando, quizá mucho antes de haberte dado tiempo a envejecer; que bien se puede seguir malrespirando a los 80 años y llevar por lo menos unos treinta firmemente muerto.
Hoy vuelve a ser uno de esos días, de esas noches asquerosas y de mierda en que nada sirve, nada consuela. Nada prepara contra el destino y la vida y tu propio corazón, que te piden cosas que ni tu cabeza ni tu amor propio pueden ya entregar. Hoy vuelvo a tener aquélla sensación... Lo siento subir desde abajo, muy abajo, otra vez el ovillo de llanto y desolación. Y desesperanza. Y siento ya como los números corren, bajan raudos hacia ese cero del alma, que es el morir...
3 comentarios
child in time -
Cisne Negro -
Un saludo.
David Almanza -
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