El óxido y los días
Al fin deja caer al suelo la última caja de la partida, ya harto. El muchacho se yergue, se tienta los riñones, disgustado arquea la espalda; las vértebras escupen un par de chasquidos sordos. Se mira los rasguños de la mano, datan de la noche pasada, cuando bajó a la calle los tablones del armario desballestado. Clavos al aire. Clavos oxidados. Sobre todo ésta escuece con ganas, una ese larga y fea cruzando la mitad de la palma. Mala pinta. No tenía en casa alcohol ni agua oxigenada, así que tuvo que lavarse la herida con agua y jabón. Tampoco tenía algodón ni tiritas, nada por el estilo; la ha llevado al aire toda la mañana y ahora tiene las manos negras. En el baño, mientras se las lava está pensando en el tétanos. Siempre que se corta piensa en el tétanos, es inevitable. ¿Tendré al día la vacuna? No se vacuna de nada desde hace años. Ni siquiera sabe ante qué síntomas alarmarse, es curioso, porque todo el mundo se clava hierros y vidrios a cientos, miles cada día, y a continuación siempre hay alguien alrededor que lo menciona, ¿estás vacunado?, pero nadie describe nunca síntomas... Bueno, es igual, cuántas veces me habré cortado y nunca me ha pasado nada. Ni siquiera me fijé si el clavo estaba oxidado. Se seca las manos y se observa en el espejo... Se acerca. Se examina detenidamente, color de cara, el blanco de los ojos, serpeado de venillas, como de costumbre... Nada. Lo deja estar. Cansado sube arriba, sólo son las once de la mañana. Más cajas lo están esperando. Hay allí un botiquín, bien lo sabe: yodo y tiritas... Pero sigue a lo suyo. Qué más da.
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Samuel -