Pinche de cocina
Tres días de tregua, aguas tranquilas volviendo a su cauce, pero al cuarto todo vuelve a la carga, los muros de la voluntad se resquebrajan, en algunos puntos ya incluso se desbrozan, cayéndose a pedazos. Voces sin sonido desde la lejanía, la una al fin liberada de esta prisión, encerrada en barrotes insulares la otra, más gruesos y descorazonadores si cabe. Rompen contra la presa como olas deshuesadas, sin ímpetu ni fuerza; agua de fantasía y poco más. A mediodía de nuevo el mordisco, más intenso, justo en el centro. Después, rondando las cuatro, me marcho a hacer un café a Plaza Prim, donde van todos, donde tantas veces he ido y observado. Mucho se nota el verano ya en el calor amarillo amasando las cabezas y poco, muy poco en las carnes al sol. Muslos, pantorrillas, hombros, tobillos, clavículas, omóplatos... Caderas imposibles, pechos oscilantes. Tetas. La diferencia entre un par de pechos y una TETA es la capacidad de esta última, ella sola, de empitonarte la mirada. Miras de soslayo, sopesas rápido y desmiras. Vuelves a mirar. Sopesas otra vez, y cada vez parece pesar más. Hasta que te engancha mirándole las tetas, una o el par. O la línea de roce entre muslos, valle feraz en empalmes, justo en el límite con la falda -¡dios, qué corta!-, justo allá donde se originan las noches ensalibadas. Todo y que, claro está, todo esto que digo no es otra cosa que mezcolanza de fábula e instantáneas traídas de la memoria. Hay que ojear mucho aquí para poder echarse al diente algo de carne túrgida. Cuando allá donde las vías pierden el nombre te la lanzan a la cara. Mírala. Mírame. Cómeme.
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yume -