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tannhauser

John Rambo: Esperma de Plomo, Mirada de Merluzo

Para el engelson, alma guapa y descacharrante

que en ocasiones come pipas...

 

Cuando John Rambo introdujo en nuestro imaginario lúdico y postpopular aquello famoso del "¡no siento las piernas!", al bueno de Richard Crenna, que era un alma recta y bienpensante, ni se le pasó por las mientes que su pupilo se estuviese refiriendo a las tres, las tres piernas; incapaces, insensibles, vamos, para el arrastre. Es un dato a no despreciar ni soslayar, so pena de no pasar por la casilla de salida. Toda la saga Rambo es un enorme y glicerínico fresco acerca de la incapacidad eréctil del héroe atormentado; el mortificante recuerdo del último polvo echado allende las puertas y los años del Dien Bien Phu.

Tú te lo perdiste, !cabrito!

Tras el humetoso -de nuevo interracial- y prometedor acercamiento a los bajorrelieves inguinales de la pequeñuda y del todo apetecible -por aquel entonces- Julia Nickson en "Rambo II", que finalmente se quedó en agua de sanguijuelas vista su inuficiencia cavernosa, John Rambo opta por la huída hacia delante en pos de una siempre necesaria catársis y un celibato espirituoso que lo alejase del humillante estigma de su falta de reprís, esta vez luciendo sus poderóginos bíceps, ya a las alturas de "Rambo III", en la lejana tierra de Afganistán, cuna, como sabemos, de legendarios hombres de paz, donde además, para más seguridad, la fuente de mayor tensión sexual podría provenir del avistamiento furtivo de un ojal de yak. Ni que decir tiene que la vía de escape de nuestro héroe de guerra a semejante carga de lúbrica frustración y requesón retenido es matar, matar, matar. Y matar.

‹‹John... necesito ese yak con "cierta" urgencia, sabes...››

‹‹No se preocupe, Coronel, utilizaremos la táctica del teto...››

Los lustros, sin embrago, no pasan en balde; las carnes, antes prietas y esteroideas, se caen bajo el tiránico yugo de la gravedad, se evaporan los abdominales chocolaterosos, las miradas se amerluzan -más, si cabe- y la pólvora continua igual de mojada. Siguen sin dejar sentirse las piernas. Las tres, sobre todo la del medio; no hay fuego en la caldera. Encontramos finalmente a nuestro héroe en Tailandia currándose el plan de jubilación -y autoflagelándose de paso- mediante la caza junglera de toda índole de serpientes venenosos y demás tóxica reptilia. Por aquello de que un hombre no es un HOMBRE si no es hombre completo, esto es, eréctil, es decir, dueño y señor del control de todas "sus extensiones". Y como el pobre John fue desposeído de su natural "exstensión eréctil y retráctil" en los Vietnames, vamos, que no arriaría una bandera ni con la grúa del puerto, encontramos del todo natural y comprensible que busque suplir este vacío membril a través de "artificiales extensiones" de su hombría, del todo fálicas y exógenas, como puedan serlo una cobra o una "pitón" -ya tiene guasa la cosa.

Rambo Vs. Cobra ¿Quién dijo que ya no había ideas? 

En este segmanto fílmico del mito Ramboniano nos apercibimos de que Stallone ya no es John Rambo, es el monstruo de Frankenstein, no en vano se pasa toda la película dándoselas de clon de Robert DeNiro en la tontada aquélla del Kenneth Brannagh, pero con mata de pelo made in Head & Shoulders Old Style. Esta parte es sin lugar a dudas la mejor del películo este, casi me atrevería a decir que la mejor de toda la estirpe First BlooderaRambo, es decir, Frankenstein está como una puta regadera. Padece insanas pesadillas de sangre y matanza así como vergonzantes flaschbacks idiocios, directamente expoliados de las anteriores entregas de la saga, con el solo objetivo de alargar el a todas luces escaso metraje y evidenciando con ello que el eximio presupuesto se acabó al segundo lupanar tailandesino. ¿Cabe mayor sinceridad cinematográfica, caballeros?

Sin Comentarios...

Pero sucede que arriban a puerto los medicastros misioneros con cara de malaria y más feos que pegarle a un padre -ya que los actores de primer orden, ninguno quería trabajar de gratis o sólo a cambio de una mamaílla con denominación de origen del sudeste asiático-, y nos joden el divertimento. Les acompaña una rubia tierna y un poco pasada de fecha pero catable, nada que una bolsa de papel no pueda obviar. Nuestro Rambone, otrora semental italiano -quién te ha visto y quién te ve, muchacho-, se pone bruto en presencia de esta madurita zagala, ya que a pesar de saberse muerto de cintura para abajo siempre ha ansiado tener una compañera, su particular "novia de frankenstein", y aunque ésta semeje tener los pelardos rubios en lugar de mechas canas en el monte venusino, qué más da, ¡carajo!, a estas alturas de impotencia ni normal lo mismo valdrá la jamelga para un roto que para un descosido.

Estooo... Rambo es el de la derecha...

Entramos en la fase crítica para poder asimilar en esencia y apriorísticamente la simbología intrínseca de la epopeya "Acorralada"... El monstruo quiere pero no puede, y ella le echa miradas golosas y efervescentes para que la saque a pasear en barca. Esto, consciente de su artrosis varonil, lo frustra y lo pone de muy mala hostia, de modo que su reacción instintiva es hacérselo pagar muy caro al primer ingenuo que pasa por el lugar, para el caso, una masa informe y uniformada de militares birmanos, malos malosos de verdad, perpetradores, a la sazón, de la orgía de sangre más gratuita, tremebunda y hemoglobínicobestiaja que me han tirado a la cara en mi puta vida. Consecuentemente, merecen morir. Una muerte proporcional a su falta. John Frankenstein Rambone lo sabe. Él será el encargado de proporcionársela mediante la segunda orgía de sangre más gratuita, tremebunda y hemogoblínicobarbarisca que me han tirado a los belfos en mi puta vida.

A nuestro héroe sin par -ni polla- le ha sido negado durante décadas el higiénico privilegio de mojar el churrote, ya ni siquiera puede lucir palmito y enamorar a las nenas aunque sea de puertas afuera -asesores con estudios elementales y un conserje le recomendaron no quitarse, ¡por Dios, ni loco!, la camiseta-... ¿Conque qué le queda? Lo que ha hecho siempre. Aquello que mejor sabe hacer. Para lo que lo entrenaron. Para lo que nació: matar, matar, matar. Y matar.

La del pulpo... By John Rambo

A cambio de no poder inseminar al bello sexo con su miembro descabezado, John Rambo fecunda de muerte los cuerpos de estos birmanos malignos con su esperma de plomo. Es para verlo. Menudo espectáculo grandipirotécnicolocuente. Agarrado a la ametralladora como se agarra uno la zambomba en los últimos y vitales y eyaculantes momentos. Músculos resbaloides en tensión, grito en boca torcida, gesto paroxístico. Éxtasis del correrse del copón. El arma, eminentemente fálica y dura, sustituye en su imaginario enfermo a las blandurrias serpientes, metamorfoseándose en La Extensión óptima de su falo incapaz y flacciducho, desbrozando al paso de su plomiza eyaculatoria la carne enemiga con inversa energía seminal; esto es, fertilizándola a través de la muerte. Y de paso, como impagable bonus track, giño metacinematográfico a sus ramboides fans irredentos, superando el Body Counter oficial de "Hot Shots 2," y erigiéndose con el oficioso y condecoroso título de "peli-con-más-muerte-machuca-gore-destripa-eviscera-implosiona-obsceno-salpica-ketchup-desmembramientos" en pantalla de la Historia del Kinematógrafo.

Coitus Estrozantus

Como colofón orgiástico y poético-ajusticiador a tan loable plusmarca, la Criatura Rambone apuntilla el clímax fílmico escojonciorebanando al Big Boss de las satánicas hordas birmanesas de milicos, no por sádico asesino de inocentes campestrurcios aldeanos que ni pinchaban ni cortaban ni cobraron como extras, sino por maricón. Tal como suena. Por envidia cochina; que teniendo como tienes, sucio cabrón de ojos truquiñuelos y chinosos, una herramienta en su sitio y como lo manda Dios, la utilices tan desviadamente, y yo mientras tanto, legendario semental espagueti, ni machacármela pueda con la Private... ¡Toma, toma, toma! (facazo/penetración/desventración). El Bien puro y casto siempre ha de triunfar sobre el malignoso birmano, y homosexual...

John Rambo, siempre vigilante de que no se produzcan atascos

a la salida de los armarios...

Hasta ahora hemos asistido atónitos y epatados a tan grande demostración didáctica y emprírica de los valores que han hecho de OrtoAmérica y el Primer Mundo la reserva espiritual del Cosmos y ardemos en deseos de que el desenlace a semejante canto al sacrificio individual en pos del bien de la mancomunidad de vecinos globales nos haga dormir seguros y tranquilos y felisucos.

¿Sí? ¿Hasta aquí bien? Pues agárrense los machos porque va al final y en el último momento nos joden el pitillo postcoito. Algún cretino de las narices le debió hablar del eterno retorno nietzscheano a Sly: "que esta mierda vende, tío"... y de repente al capullo de Silvester se le iluminó la mollera. Ahí lo tenemos en los últimos minutos de proyección, de vuelta a casa, "Home, Sweet Home",  la granja familiar, dispuesto a acabar sus días sembrando maíz y criando cochinos. Después de toda una vida entregada a la locura y la masacre y la añoranza del apareamiento, John Rambo, que ya ha dejado de ser Frankenstein y de ser Rambone y de ser legendario, finiquita su saga como la empezó, a pie por una carretera secundaria, chaquetón y petate del ejército al hombro, impecables, como recién salidos del horno, de lo que deducimos que no hay quien serigrafíe tejidos como los Ejércitos de los Estados Unidos de OrtoAmérica.

Hoy m'apetece pescaíto frito...

Tras haber aprendido que mandar a la mierda el mundo no tiene por qué ser siempre la primera opción; después de asumir que ya mató cuanto bicho viviente estaba en su mano escogorciar; luego de aceptar que el destino no guarda para él ninguna "novia" pintando canas en el pubis; que su capitán garfio no ha de volver a bailar; Rambo, nuestro siempre entrañable y ya cansado John Rambo, deja atrás su único talento, asesinar diabólicas almas uniformadas, y enfila el sendero que conduce a una vida en la sombra de los últimos días: tan puta y normal.

Hay que joderse con los guionistas, su primer disparo siempre directo a la Poesía...

Y media pasadas y el Dennehy sin aparecer...

Maneras de femme fatale

Y NI ESTA INVECTIVA LA MERECES




Y pensar que recorrí la noche

En mitad de aquella terrible tormenta

La autopista jugándome el pellejo

Sólo para poder cogerte le mano

Ni siquiera echarte un polvo

Sólo eso sólo la mano

Y hasta eso tu mano con reparos

No fuese que alguien nos viese

Atase cabos

Sumase dos y dos son cuatro

Este par de pájaros andan juntos

Y a partir de ahí fíjate tú qué faena

Hasta tuvieses que dar explicaciones

A no sé quién la verdad

Porque nunca me enseñaste a nadie

Que yo era la peste la lepra el niño tonto

Ocultado a las visitas encerrado en el sótano

El deforme bastardo el hombre elefante

Un NeoMerrick de quien sólo te interesó la trompa

La punta gorda y dura y venosa del catre

Al fin y al cabo los dos lo sabemos

Fui sólo eso un polvo fácil

En tu larguísima lista de amantes desechables






Y pensar que me volví locura

Y absurdo

Y ridículo

Y abyección

Gillette oxidada sin empuñadura

Saborear infecto los días bebiendo los vientos

Por ti por este cabrón quererte que en tan mala hora

Y para siempre me inoculó los anticuerpos

Del asco y la rabia del SIDA moral

Mientras tú andabas única cómoda bífidamente

Hechizada por los reflejos dorados de tu futuro

El tuyo sólo

En el espejo del tocador



De mi poemario inédito

"Tú que sembraste, cariño... ¡Cosecha esto!"

Ésa es la chica...

 

Sonó el teléfono, hacía media hora que había salido de una pesadilla muy chunga en la que las alondras transmitían la peste bubónica y no tenía ganas de volver a dormir, así que contesté: "Diga lo que sea". Y lo dijo: "Buenos días, ¿es usted Wilson el interconectado?". ¡Mierda, no! Una vez más me habían descubierto. Maldito programa de protección de testigos. ¿Es que nunca iba a poder vivir en paz por culpa de aquel desliz en el lavabo de tías? Tenía que despistarla a cualquier precio. Mi integridad estaba en juego, conque puse en ello todo mi ingenio, activé mi "Modo Marlowe": "Si, joder, soy yo, qué coño ocurre". "Ah, bien, bien, lo sabíamos, verá, llamo en nombre de la Compañía QWERTY y quería hablarle acerca de nuestras ofertas en desconexión alámbrica, inálambrica, alambicada, guayrless y blutúz... según observo en mis ficheros ha sufrido usted problemas de caídas en la interconexión últimamente". Me tenían pillado, sí, me habían pillado el culo, hasta los pelillos, sí. "Estoo.. er... se equivoca usted, preciosa, al contrario, estoy muy satisfecho con mi servicio de lavandería". "¿Lavandería?... pero... oiga, yo le llamo de QWERT...". "No, me parece que te has equivocado de interconectado, nena, yo soy Wilson, William Wilson, 34 Park Aveniu; el que repara neveras en Trafalgar Escuer... Conque adiós". "Pero...". Y fin: colgué. Ya estaba hecho, eso les daría esquinazo le menos diez, con suerte doce minutos... Luego tuve ganas de fruta, un zumito,  una esepecie de antojo sietemesino; fui al frigorífico, había uno de leche con plátano... Y luego... luego... bueno, luego ya no he sabido cómo narices continuar esta basura, tampoco ahora, después de cinco minutos de pausa, un café y una galleta sueca, de modo que no lo voy a hacer, no voy a continuar... En otro orden de cosas, el otro día vi a Sbragia por la calle y me dio mucha vergüenza porque todavía recordaba cuando me había reído de él, pero como él no se dio cuenta y además es un ingenuo completo va y me saluda; se paró a charlar; y hasta acabó invitándome a unas pintas y unas bravas. Estuvimos allí un buen rato, repantingados en las sillas, estirados como linces panzudos al sol, nuestras cervezas, nuestro aire acondicionado, y mientras me hablaba y hablaba, el majo de Sbragia, yo no podía dejar de pensar: "Pues no es tonto ni nada, el bragas éste", y acto seguido echaba un buen trago de fresquita birra. ¿Soy por ello un cabrón?... ¿Qué más? Ah sí, luego llegué a casa de mi hermano, Lionel, que no por llamarse igual que el hijo de tu madre, la que se comió a mi perro, tiene que dejar de levantarse cada cochina mañana a las seis. AM. Lainol, mi hermano Lainol, trabaja de sexador de pollos no siendo japonés, lo que bien mirado tiene mucho mérito, oigan, aunque luego todo eso que gana por un lado lo pierde siendo un borrachuzo fracasado que ya ni pegar puede a su mujer porque ésta lo abandonó hace tres años. Estaba allí; él no, yo; suerte que tengo llaves de su piso y más suerte aún que él ni se huele que saqué una copia a hurtadillas. Le mango otra birra. Las 11 de la mañana y ya voy fino. Lainol está obsesionado con que en su casa hay fantasmas, ¿podéis creero? Cualquier día de estos se lo llevan al manicomio y a ver quién llena la despensa. Patatas fritas, nachos y anacardos, los cacahuetes me los cepillé ayer. En fin. Después sonó el teléfono. Lo cogí. Sonó como una alucinación mortal aguardando tras la tapia: "Oye, Wilson, pedazo de miiierda chabacana, hicisite muy mal al colgarnos, sabeees... Ahora sí que la has cagaaado, mamón... Ahora sí que te vamos a interconectarrrr". Y a partir de ahí ya no tuve más sed en todo el día y anduve como encogido hasta las nueve... PM

El gilipollas

En fin en fin, ve y oye uno cada cosa por ahí que es como si las neuronas engordasen, es decir, como si te bajasen la mente a la altura del culo -o el culo te lo subiesen a la altura cabecera- y una vez allí se te transformase todo el ínterin cerebral en almorrana intratable, que ni con dermovagisil la achantas. A riesgo de que se me tilde de reaccionario -¡buf!, lo que me importa...- diré, siguiendo el tópico, que esto antes no pasaba. Quiero decir que antes la gente estaba demasiado ocupada sobreviviendo, pasando hambre, sufriendo horribles padecimientos. Ser así de gilipollas no es que fuese una excentricidad al alcance de muy pocos, es que sencillamente no había lugar... En cambio mirad ahora. Toda la culpa la tienen Fleming y Pasteur, hijos de puta.

Harry Potter: a caballo entre la Muerte y la Reliquia

El día a día como sucesiva permutación de circos. Son las cinco, nueve minutos sobre el doble cero del minutero. Apenas algo más de una hora para el gran acontecimiento. Suerte que ya no pertenezco al gremio de los libreros. Tengo el invierno atragantado desde hace días en algún tramo del esófago. Yo soy el gato y él la bola de pelo. Alguien me ha dicho esta mañana sin venir a cuento que en esta séptima, última con suerte,  de la saga, Harry Potter, el estudiante cum laude de la Licenciatura en magias y supercherías, "moría pero no moría". ¿Cómo diantre se come eso?

 

Vivo sin vivir en mí

de lo lento que pasa el tiempo

todavía sesenta minutos para las seis y media 

-2008 21 de febrero-

tan altas son las ventas que espero

que sólo de pensar en los dividendos

me da el pasmo el squirt el jamacuco

me diluyo en lúbricos sueños de dinero

me corro y me recorro que es un gusto

y de tanto correrme y sentir quieto el segundero

muero porque no muero

Santa Teresa de Rowling

Yo soy multimillonaria y vosotros estáis muertos

Mientras tanto, anda circulando por ahí un gran libro, entre las sombras, los fantasmas, los fantoches, tanta payasada. Se titula "¿Quién nos cortará las uñas cuando hayamos muerto?", de un tal Ferrán Barber. Allá cada cuál con lo que se lleva a la cama...

 

30 días de Oscuridad: siendo generoso, me sobran 29...

No he parado de oír por ahí que lo mejor de "30 días de oscuridad" es la idea de la que parte, una última vuelta de tuerca al género vampírico -¿para cuándo un Quijote de los vampiros, que remate de una vez el mito y deje descansar en paz y de una vez por todas a esta pobre y maltratada raza de Tinieblas?-. Con todo, parace que le mérito de esa idea no es de la película, es del cómic que toma como base. Después de haber visto la película y sin haberme asomado a dicho cómic sólo puedo decir que si éste empieza como aquélla ya puede esperar sentado, no pienso perder mi tiempo con él como sí hice, en cambio, con su adaptación cinematográfica. No cometeré dos veces el mismor error.

Porque el que estés trabajando con un argumento fantástico nunca debe ser óbice para ser gratuito, es decir, que si tu premisa de partida es que de pronto se les encendió la bombilla a un grupo de draculines, que han dado con el gran filón hemoglobínico en los pueblos septentrionales de Alaska, donde se viven meses enteros de oscuridad -uno se pregunta si es que no hay vampiros con dos dedos de frente en Canadá, Rusia, Finlandia...-, y deciden irse para allá a catar qué tal saben las yugulares a temperaturas bajo cero, primero, antes que nada, si es que pretendes que te tome mínimamente en serio, me tienes que explicar cómo se las apañan esos vampiros iluminados para llegar hasta allí -lo siento, el plano del barco en lontananza no me basta-; y sobre todo, cómo tienen pensado salir de allí. De lo contrario pensaré que me estás queriendo meter a los chupasangre en ese recóndito lugar con un "porque sí" y punto. Y toda tu credibilidad se hará pedazos, como de hecho acaba sucediendo.

Billy Corgan responde a sus críticos...

Porque el señor David Slade sólo tenía una visión: quería hacer toda una película únicamente por y para una escena: la orgía de sangre en mitad de la nieve; vampiros gritones vestidos con trajes de fiesta fin de año aniquilando a los inocentes publerinos en mitad de las calles nevadas, a base de mordisco cabrero en la carótida. Qué bonito el plano desde las alturas, ¿no?, con las calles blancas salpicadas aquí y allá de rojos regueros... Ahí empieza y acaba "30 días de oscuridad". No sigan buscando, porque no hay más.

Y así, a partir de esa secuencia, que no debe coincidir ni con la mitad de la película, el señor Slade se topa de bruces con el problemón de que le queda aún un buen cacho de metraje que afrontar con una situación narrativa -y argumentalmente- insostenible: un grupo de supervivientes encerrados un altillo; un ejército de poderosos y hambrientos vampiros afuera, nunca sabemos dónde, esperando a que salgan; y 29 largos días de oscuridad por delante, que el pobre de Slade nunca sabrá cómo demonios llenar.

¡Jaaaaaaaaaaarrrllll!...

En efecto, los grititos enervantes de estos vampiros suenan como la cafetera de mi abuela...

Llegados a este punto inverosímil uno se cuestiona muchas cosas. A saber. ¿Cómo puede ser que una tribu de vampiros conscientes, con su lenguaje y su más que evolucionada jerarquía social -nada que ver, por ejemplo, con aquellos vampiros pseudo-zombis infográficos de la infecta "Soy Leyenda"-, es decir, con una capacidad de raciocionio y organización suficintes como para fletarse un crucero hasta Alaska, no sean luego capaces de prever que si acaban con todos los habitantes del pueblo en la primera noche se van a pasar las próximas 29 aburridísimos y muertos de hambre? ¿Acaso no hubiese sido mucho más inquietante y pavoroso, hubiese desprendido más pulso y tensión, que los vampiros, una vez llegados al pueblo, acabasen con sus habitantes poco a poco, a lo largo de los días sucesivos, hasta que la situación condujese para unos y otros -vivos y no-muertos- hacia un enfrentamiento y un clímax definitivos? Desde luego las reservas de sangre les hubiesen durado mucho más a estos vampiros de Armani... Pero, ¡ah, no!, el señor Slade quería su orgía de sangre en pantalla, no podía pasarse sin ella. Me da igual si la dichosa orgía está en el cómic o no. Me da igual que en el cómic funcione o no. Que una cosa funcione en viñeta o letra impresa no implica que lo vaya a hacer en pantalla.

Otro interrogante de cierta urgencia es el de cómo carajo es posible que unos vampiros tan, digamos, "inteligentes", lo suficiente al menos como para planear irse de vaciones todos juntitos a los polos a hacer "turismo de sangre", demuestren ser después tan rematadamente estúpidos. Los supervivientes se encierran en un trastero y lo mejor que se les ocurre a sus noctámbulos depredadores para cazarlos es tenderles emboscadas con señuelos humanos...  Con todo un mes por delante, acaso no habría sido mucho más fácil y rápido hacer un casa por casa hasta dar con ellos... O sencillamente quemar el pueblo hasta hacerlos salir... Pero entonces se me acaba la película, ¡jopeta!... Guionistas made in hollywoodland, menuda panda, menudo privilegiado cerebro, y encima después van y se declaran en huelga...

¿Un vampiro o el tiburón de Spielberg?... Pregunta de examen.

Claro que si llegas hasta esta conclusión puedes llegar más lejos, hasta plantearte la validez del argumento de partida, ese que se supone que es tan bueno. Siendo como es esta raza de vampiros tan ingeniosa, ¿cómo demonios no se planteó hasta nuestros días la idea de irse a las regiones septentrionales en plan picnic? Uno pódría contestarse: bueno, sabes... es que el viaje hasta allí es complicado, demasiadas cuestiones que resolver, logísticas, técnicas, bufff, sí, ya, ya sabemos que Drácula se curró él solito un viaje Transilvania-Londres, ida y vuelta, hace más de cien años, perooo, perooo, uf, los viajes transcontinentales  de hoy en día, ya se sabe, con la globalización y todo eso se han complicado una barbaridad, sabe usted... uf, uf... Si, claro, hombre, lo que tú digas... Quizá se te hubieses preocupado mínimamente en mostrarme cómo llegaron hasta donde llegaron tal vez estaría dispuesto a creerte algo, pero como me los metiste con calzador y por el morro donde te dio la real gana, te jodes; paga el alto precio de tu incapacidad argumental.

Total, que uno llega a la conclusión de que es preferible mantener durante un mes entero una situación increíble de puro inverosímil a hacer las cosas como hay que hacerlas, aunque sea a costa de un poco de sangre salpicando al espectador. Absurdo lo cojas por donde lo cojas. Los vampiros, dueños de un poder físico aplastador, escondidos nunca se nos muestra dónde y haciendo no sabemos qué, en espera de que sean los humanos quienes salgan de su madriguera. Espero que los responsables de esta entrañable metedura de pata vampírica no piensen que este esquema puede interpretarse como otra inteligente vuelta de tuerca, porque más bien se acaba antojando como una enorme y apestosa boñiga narrativa.

-¿A qué estamos esperando, Josh?

-Esperando órdenes, guapa... El guionista ha ido a cagar...

¿Dónde se esconden los vampiros? ¿En qué emplean su tiempo libre mientras los supervivientes humanos no se deciden a salir de sus escondrijos? Entretenidos tienen que estar -aparte de algo sordos- para que Josh Hartnett ande a gritos y hachazos con uno de sus convecinos -ahora convertido al credo chupasagre- en mitad de la calle y ellos como si oyeran llover... Tal vez no hubiese sido una baza tan descartable mostrarnos qué hacían mientras tanto para darle un algo más de credibilidad al asunto... No sabe, no contesta... Quién sabe, a lo mejor andaban de timba...

Y así vamos aproximándonos al fin, pasan los días sin más pena que gloria, como el que espera el autobús. Persecuciones por aquí, grititos sobrenaturales por allá, un par o tres de muertos por ambos bandos, el discursito con moralina de rigor sobre la inviolabilidad de la institución de la familia, y nos plantamos en un final que vuelve a ser -y van...- de lo más absurdo que me han tirado a la cara... Cómo será la cosa que tras hora y media de aburrimiento, 30 oscurísimos días de hastío supino y la menor sombra de pavor o canguelo en el cuerpo, tú mismo estás deseando que acabe de una vez esta tortura.

Estamos en el día 30. Faltan apenas unas horas para que amanezca y los vampiros siguen en el pueblo -(?!)-. Sí, tal como suena. ¿Por qué? Porque todavía no han conseguido acabar con todos sus habitantes -siempre fueron un poco zoquetes, la verdad-. Al parecer les preocupa mucho mucho que éstos puedan irle al resto del mundo con el cuento de que los vampiros existen en realidad, después de la cantidad de años que les ha costado a ellos convencernos de que no son más que superstición barata. Y me digo yo... ¿Cuál era su plan de escapada?, si es que alguna vez lo tuvieron, claro; dentro de nada va a salir el sol y ellos siguen ahí, plantados en mitad de la calle como estudiantes ingenuos el mayo del 68... ¿Acaso pensaban volverse en su barquichuelo por dónde habían venido? ¿Por carretera? ¿Por correo certificado?... Como la respuesta fuese en barco, más vale que las lunas del puente de mando estuviesen tintadas...

¿Er último pal dotor Van Jelsin?

En fin, que de donde no hay no se puede sacar; a estos chupasangres Gucci se les ocurre al fin -¡Bravo!- prenderle candela al pueblucho y, uf, ¡tachán!, a ojos de nuestros protagonistas la situación se les presenta insostenible, entre otras cosas, porque al guionista, que debe ser un incapaz mucho cuidado, le sale de las narices que así sea... Ves a los amos de la oscuridad campar a sus anchas por la calle en traje de noche, a menos 0 grados, y a la mujer de Hartnett, vestida de invierno, debajo de un coche, muriéndose de frío, y entonces vas y te partes el culo de risa cuando recuerdas la frase lapidaria -y estúpida- aquñella, media hora atrás: "Tenemos dos cosas a favor; conocemos el pueblo -hasta ahí bien- y conocemos el frío -?!-; vivimos aquí porque nadie más puede hacerlo (SIC!!!)".

De modo que llega el momento del gran duelo final, tipico y tópico y del que tantos estamos hasta los mismísimos huevos. Pero antes, un momento, unos minutos más de moralina para este consejillo subliminal: Hartnett decide que la mejor forma de salvar a su mujer, esto es, salvaguardar la familia -que recordemos, es lo más sagrado que existe en este y en cualesquiera otros Universos-, es convertirse en vampiro, es decir, condenarse a sí mismo, es decir, autoaniquilarse como miembro de su propia familia. ¿Alguien lo entiende? Es igual..., porque aquí lo importante es enseñar cómo el tipo se mete sangre de vampiro en las venas mediante una jeringuilla, es decir: "niñooos, no sus droguéis que pillaréis el SIDAAA...". Madre mía. Y yo que creía que ya había dejado la escuela.

-Sí, Josh, nosotros conocemos el frío... ¡¡¡Pero ellos están muertos, gilipollas!!!

Finalmente el duelo final no es tal, es decir, duelo no mucho, pero sí todo lo final que cabría esperar, porque a las primeras de cambio un Hartnett que está que se sale -por el chute jeríngueo que se acaba de meter- se ventila al jefe vampiro mediante todo un fistfuking oral -¡Dios Mío, qué valentía, señor Slade, un alarde así en una película Mainstream y comercial..., me tiene francamente desconcertado-. Ahora el resto de vampiros están asustados, no saben qué hacer, son un poco como Zaplana y Acebes sin su aznárica correa... Empieza a amanecer, los han jodido, ¡y ahora qué!... Deciden tomar las de Villadiego. Pero, ¿adónde van?, ¿cómo dientre se marchan de allí si ya es casi de día?... ¡Y a mí qué me cuentas tío!, ¿qué más da? Miraaa..., a cambio de una exlicación verosímil te regalo esta secuancia final de amor y amilbarada ñoñez, ¡además interracial!, entre una humana y un vampiro buenazo -que no se comería a nadie ni aunque estuvuese vivo-, porque hay que ver lo mucho que se quieren a pesar de que un mes atrás no se podían ni ver. Qué bonito es el amor. ¡Ah!, y mira qué requetechulo me ha queado el plano de él convirtiéndose en ceniza al contacto con la luz solar, mientra ella lo abraza, lo acuna, lo duerme... ¡A que Mola mazo!

Lo peor, con todo, no es esta película, ni es la última perrería de Will Smith, ni todas las cabronadas que les han hecho hasta hoy, como tampoco las que les quedan por hacer. Lo peor es que aquí a un servidor siempre le ha atraído la potente y mítica figura del vampiro, y ya es mucho decir que a base de ver la de hijoputadas mongoloides que directores y guionistas están perpetrando con ellos casi desee que no se vuelva a escribir ni una puta novela, ni un puto cómic, ni una puta película más sobre ellos, mis maltratados vampiros. 

 

No llores jodía, que vosotros al menos teníais al Rodríguez de la Fuente...

Hola, me llamo Manolo y también tengo un blog... ¿Me la chupas?

A veces no sé muy bien a qué cojones vengo aquí, es un poco como el inútil aquel de William Katt, sí, el rubiales imberbe al que los extraterrestres le dieron un traje rojo y hortera para que salvase el mundo. Pero el fulano resultó ser un completo gilipollas. Dios le da pan a quien no tiene dientes y en realidad ET sólo escogió a Elliot porque era un poco como Michael Jackson: orchestral manoeuvres in the dark...

Y así va y sucede que alguien pasa por tu lado y te dice: "Pst, pst... ¡Eh, tú!"... ¿Yo? "Sí, ", y te suelta el traje, o la pluma, o el teclado, lo que sea, y ahí te las apañes, cabrón. Yo no pedí estos poderes... Te jodes. Piensan que están haciendo lo mejor pero en verdad la están cagando hasta el fondo. ¿En serio estaban tan cegarrutos los extraterrestres? No sé, ¿alguno de vosotros le daría el traje de Supermán a Jiménez Losantos, por ejemplo?

Bueno, el caso es que tamaña ceguera, la de los marcianos y demás caterva sideral, de ser cierta, explicaría por qué todavía no han aterrizado en este asqueroso planeta más que en peliculejas de serie B y noveluchas impresas en papel de limpiarse el culo. Precisamente por eso, porque estamos a tomar por culo del universo y no es nada fácil dar con nosotros... sobre todo si eres alien miope de los huevos.

Pero bueno, ya que estoy aquí y algún fulano me ha regalado este traje en forma de pantalla y teclado y mucho estar hasta las napias, voy a soltar mi mierda, que uno también tiene su culo y necesita evacuar de tanto en tanto.

Qué bonito el mundo de los blogs, ¿no? Joder, se te llena la boca con la palabrita de marras: "blogosfera". Peor que en un jodido maldito capítulo de la puta Star Trek. Antes lo que nos igualaba a todos era el DNI, es decir, los papeles. Bueno, hay que matizar... igualaba a los blancos. Los papeles de los negros, rojos, amarillos y demás colorainos van a parte, eso lo sabemos todos, Rajoy el primero... Pero ahora no. Ahora puedes ir indocumentado por la vida, da igual, pero no te puede faltar el blog. O lo que es lo mismo: blogueo, luego existo. Descartes meado y cagado hasta la peluca.

Todo el mundo tiene un blog, o más de uno, absurdos nos da la vida; incluso aquéllos -la mayoría- que no tienen ni puta idea de qué escribir ni de cómo demonios se escribe. Van a clase a calentar la silla, joderle la vida al personal, compañeros y profesores: bullyng y toda esa hostia. Encefalograma plano, ni maldita idea de nada ni falta que les hace, pero luego llegan a casita de papá y mamá, se conectan a la red de redes -!que no, Punset, que aquí nadie te ha mentado, deja de chupar plano!-, y dale, a soltar su basura en interlingua sms. ¿Qué carajo nos está pasando? Los dinosaurios tenían la respuesta pero prefirieron comerse los unos a los otros antes que presenciar la que se les venía encima...

Pues la puta blogosfera es la misma puta cosa. Joder. Al parecer todo el mundo tiene algo que decir, esto es, que escribir. ¿Habéis echado un vistazo a vuestro alrededor? ¿De veras creéis que vale la pena? Me cago en todo. Y además todos pretenden que el mayor número de los otros lean y comenten sus excrementos vitales en forma de horrible ortografía. Como para suicidarte cinco veces antes de que la alarma del horno haga ¡ding! Es perverso, nauseabundo. Alienador.

Claro que también los hay con talento, haciendo cosas buenas, peligrosas y centelleantes, pero son los menos. Como ocurre con la literatura, la pintura, todas las demás artes cojoneras, el 99% de lo que se hace es absoluta y pura MIERDA, y luego está ese 1% restante, con verdadero talento, puñetera fuerza, que eso sí, sólo se reconoce con el mucho tiempo, o aún peor, cuando has palmado.

De todos modos lo más divertido de los blogs no son los blogs, son las carcajadas que te echas a su costa si te pones en modo entomólogo. ¿Habéis dado una ojeada ahí afuera? Díos mío. El infierno ardería con nuevos e insólitos colores si es que semejante conjunción de egolatrías dejase algún espacio al oxígeno... Conque, los que podáis, ahorrároslo, todavía estáis a tiempo... No sé, donad sangre, echad un polvo, fumaros un porro, o leed un libro. Leed a Hubert Selby...

Los que se llevan la palma son los blogs Candy Candy. Ésos sí, joder; intentas por un momento imaginar qué se cuece detrás de semejante sarta de cursiladas y superficialidades, pero es imposible, te desangras mucho antes; te exprimes por dentro y aún así no llegas, te quedas corto, tendrías que rebanarte medio cerebro y me parece que ni por ésas... Tu mente no lo procesa. Lo cual no impide, pese a todo, que existan, y en gran cantidad, cada vez más y más venenosos. La vida es un sumidero bien engrasado y tus dedos hace tiempo que se convirtieron en úlceras sangrantes.

¿Y qué me decís de los comentaristas? Mierda, ésos merecerían libelo a parte. Los trolls tienen su gracia, claro. Individuos sin vida propia, existen sólo por y para la cobardía. Sus madres los pillaron de pequeños machacándosela en el lavabo con un ejemplar de La Judía Verde... Pero los que de verdad se me antojan morralla de la más baja estofa son los tíos que visitan blogs escritos por tías; tías supuestamente talluditas, supuestamente independientes, supuestamente inteligentes, graciosas y/o ingeniosas. Supuestamente. Muy Supuestamente... Y por supuesto, el toque final, "supuestamente putas", se lo dicen o lo piensan, "ésta es una puta, está claro, aunque no quiera reconocerlo", no para de repetírselo, "es una puta, es una puta", hasta convertirlo en un mantra esquizoide, puedes casi imaginarlo, pegado a la pantalla, perdida la mirada, la boca babeando, una mano en el ratón y la otra en la bragueta.

En otras palabras, las treintañeras trotonas. Son su objetivo. Estos sujetos sí son el verdadero espectáculo de la blogosfera, amigos. Lees sus comentarios: "Cuidate, wuapíssima! ;)", "Eres la namber uan :D", "Tu si k molas mazo wapaza :*"...

¡Frap!

¡Frap! ¡Frap!

¡Frap! ¡Frap! Frap!

Sí, ¿no los oís?... ¿De verdad?... Joder. Pues yo sí los oigo, sus golpes espasmódicos contra la mesa del escritorio mientras se la machacan todo desenfreno, ojos locos y lobotomizados mientras musitan: "ésta me la follo... ésta me la follo... vaya si me la follo... argh... arghhhh... argggghlglglglhhhhhh..."

En resumidas cuentas, que con blogs o sin ellos el mundo es y seguirá siendo un lugar tan entrañable y tranquilo...

Sábado en los huesos

Las siete de la tarde de un sábado sin demasiada chicha, pulgoso y en los huesos; pienso, concretamente, en el perro de la portada del libro aquél de Coetzee, "Desgracia"; creo que se acerca bastante.

La semana bien, bueno, tampoco como para tirar cohetes, en la línea de lo de últimamente, a caballo entre muy contados e insólitos brillos y la atonía general. Gente que va y te sorprende -aunque poca, bien es verdad-, de la que no esperabas nada y de pronto te sale con algo que da qué pensar.

O un libro bueno. Que siempre haya algún buen libro que leer es un motivo para que quieras quedarte aquí unos días más, a ver si por fin sucede algo...

También alguna película, por qué no reconocerlo. El hecho de que puedas ver varias películas en unos días hace que sientas el cine como un combate de boxeo. Golpeas y recibes. Por cada buen golpe que conectas sueles encajar tres o cuatro derechazos en la mandíbula y un zurdazo directo al hígado. Hace tiempo que viste las mejores películas y los años no pasan en balde y estás cansado. Ya no eres más que un sparring de tercera. Un espectador doblegado.

Recuerdo mis días de instituto, tenía cuántos, dieciséis, diecisiete años, no hace tanto, ¿verdad? Doce años... A mí me parecen doce puñeteras vidas. Me pesan como remordimientos de asesinato. Recuerdo mi habitación. De noche. Devorando películas. Las del programa de Garci. Las que ponía en video. Las de La 2, en versión original subtitulada. Todo el poco inglés que sé lo aprendi entonces. A oscuras, metido en la cama. Raro era el día que me dormía antes de las tres de la mañana. Días de cine, nunca mejor dicho. Noches de cine. Creo que mi insomnio galopante data de aquellos tiempos.

Ahora en cambio no hay día en que no caiga noqueado al cuarto de hora, a veces mucho antes, a los cinco minutos. Es mucho más que un estar cansado. Es saberte derrengado sin apenas haber hecho nada salvo transcurrir. No es un abatimiento físico. Es un hundimiento moral. Tengo que ir al cine para poder acabar una película. Rascarme el bolsillo.Y aun así a veces me hacen besar la lona: por ejemplo, huid de "El Buen Alemán" como si en ello os fuera la vida, los que todavía estéis a tiempo, claro.

Escribo estas tonterías porque tengo media hora aquí antes de irme a otra cosa. Minutos de la basura de una existencia de matadero. Debería dedicarle un poco mas de tiempo a todo esto, escribir algo sobre las últimas lecturas, las últimas películas, pero acaba imponiéndose el sueño. Una narcotización de los dedos. No un dormir para descansar; un cerrar los ojos para olvidar. Almenos intentarlo. Olvidar.

Es curioso cómo funciona la mente... He continuado leyendo el libro de Barry Gifford para hacer tiempo, no se puede decir que me estuviese fascinando. De repente una frase. El perro de un personaje gaseado porque mordió a dos mujeres. De ahí a la portada de Coetzee y de Coetzee hasta aquí. Un sábado harapiento y de posguerra que acaba aquí y que, lo más probable, no dará más de sí. Una vía muerta.

 

Mierda

En el post precedente escribí "mierda" tres veces. Lo releo y pienso que podría haber sustituido al menos una de ellas por "cagarro" y todo el conjunto me habría quedado mucho más, digamos, ¿digno?... Pero no, puse "mierda" y la cosa quedó como quedó. Hay días que estás arriba, días que estás abajo, y después el resto; los días en que sencillamente no estás. De modo que con ésta última y la del título vuelven a ser tres, pero ahora estoy mucho más orgulloso de mi texto porque hoy, a diferencia de ayer, ninguna de ellas es sustituible más que por "mierda"... ¡Uy!, cuatro. Ya me pasé...

Sucio

Cuando sueñas cosas hermosas no las recuerdas, ni siquiera te queda la sensación o el vago recuerdo de haber estado allí.  Pero cuando sueñas mierda se queda ahí, pegada, incrustada, encostrada, como el marrón del zurullo -de la mierda- al blanco del inodoro, que tienes que rascar con el cepillo o no lo sacas, vienen las visitas y se ponen a murmurar a tus espaldas. ¿Has visto? ¿Te has fijado? ¿Viste? Sí, vaya, ¿no?... Sí, del todo, hay que ver, nunca lo hubiera dicho de un alguien como él, ¿me pasas las patatas fritas?... 

¿Dónde venden el cepillo para rascarte las restos de mierda del sumidero del alma? Es una cuestión interesante, preguntadla a alguien, pero no a mí, yo no conozco ese secreto: mi cerebro apesta el día de hoy.


 

En la barra, señalando. Sí.


¿Has visto ése? ¿Cuál? Coño, ése, jeje... Ah. ¿Y qué le pasa? Joder, ya veo que no lo has visto; es ése de ahí, tíooo. Ah, vale, ése, ya veo... Buf, pues anda que aquél, jojo... Madre mía. ¿Cuál? Joder, aquél de allí, hostias, el de la rabadilla. ¡Ah!, ya lo vi; tienes razón; madre mía... Y mira quién acaba de entrar, el que tiene nombre de braga. ¿Ah sí? ¿Y cómo se llama el tipo? "Sbragia", juajua... "Esbraguia", ¿eh? Eso mismo. ¿Pero eso no era un personaje de Bertolt Bretch?


-...


-...


-...


¿No?


-...


-...


¡Anda y termínate ya de una puta vez eso es que siempre tienes que andar jodiéndome o qué coño te pasa a ti!


Bueno.

¡Sniper!


La escritura como herida, como miedo, como absceso. La escritura como pánico. Como tomahawk. Un arma arrojadiza.


“La literatura no es un oficio, es una enfermedad; uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza”. Le leo esta declaración a Ricardo Menéndez Salmón en el número de enero de la revista Quimera. Autor de una de las novelas revelación de la pasada temporada, “La ofensa”, que leí más o menos por estas fechas ahora hace un año, o eso creo, ahora no tengo en mente el mes concreto, pero sí que hacía frío, como hoy. “La ofensa” no es exactamente una “novela”, es lo que algunos gustan de llamar “novelette” y otros “novella”, tal vez Unamuno la hubiese calificado de “nivola”. Ni estoy seguro de que sea una “novela corta”, más bien se me antoja como un “largo cuento extraño”. Recuerdo que empecé a leerla en la cafetería de la estación, mientras esperaba el tren, luego, ya en marcha, no pude ni quise dejarla; pensé: “bueno, he aquí un tipo que sabe escribir”. Había mucho trabajo en cada línea, en cada párrafo, se notaba, pero no lo suficiente como para molestar. Fluías. No tenías que darte de cabezazos contra los párrafos para desbrozarlos y ver qué había detrás; no todas las escrituras ambiciosas pueden decir lo mismo. Y la de Menéndez Salmón lo es, qué duda cabe. Ambiciosísima.



Llegó el tren, llegué a Barcelona, Paseo de Gracia, encrucijada de un mundo en tránsito hacia mi interior apocalipsis. Coger el tren aquella mañana no había tenido ningún objetivo claro, como no fuese el de escapar, aunque no tuviese claro de qué. Había viajado desde una nada de provincias hasta una nada cosmopolita, regular y establecida. Sólo el tránsito de una a otra trasladaba a mis células cierta sensación de que mis pulmones seguían bombeando aire. Anduve por las calles rebotando como la última bola de una máquina de "pinball", mochila al hombro, cabeza gacha, encogido de frío porque nunca salgo de casa con la chaqueta adecuada. Acabé en un banco público, muy cerca de Arco de Triunfo, lugar que durante mucho tiempo significó la alegría, lo especial, una felicidad incombatible. Ahora, en cambio, sólo pensarme en ese mismo lugar aquella soleada mañana de domingo, cuando empezó la mascarada, cuando dejé inocularme el virus, siento cómo me suben en torrente las náuseas hasta la garganta. Lawrence Durrell dijo algo así como que “una ciudad es el mundo cuando la habita la persona amada”. Esa misma ciudad puede convertirse en el Dolor, así, inabordable y en mayúsculas, si la persona que concentra todo tu odio habita sus calles. Caminar por sus arrabales es sentir la muerte royéndote las entrañas con el doble filo del resentimiento y la remembranza. Poco más o menos lo que hoy día me ocurre cada vez que piso la ciudad condal.



Pero por aquel entonces, el invierno pasado, todavía era una errabunda alma en pena, un zombi con el corazón encerrado aún en el baúl de un prestidigitador sorprendido por la muerte a la hora del desayuno. Aguardando a que fuesen otros quienes hallasen el cadáver del mago y me sacasen de allí, porque tenía claro que yo no podría salir por mis propios medios. Relojes, alianzas, billetes de 50, vale, puedes conseguir otros… pero nunca hay que ofrecerse voluntario para los trucos de magia que ponen en liza el corazón.



Estaba, como digo, sentado en aquel banco, evitando preguntarme qué demonios hacía allí, ya que de hacerlo me preguntaría cómo diablos había llegado hasta aquello. Serían dos preguntas sin respuesta, me encontraría dos absurdos más cerca de mis sesos percutidos contra la pared… De modo que volví a “La ofensa”, encogido sobre el libro para ofrecer el menor blanco posible el viento predador. Me había quedado en la última parte, la tercera.


La terminé allí mismo, al cabo de media, una hora, no sé. Menuda cara de gilipollas se me debió quedar: “bueno, he aquí un tipo que no ha sabido acabar su novela”, o nivola, o novella, lo que os dé la gana.


Recomendé “La ofensa”, pese a todo, a varios amigos, a ver si era verdad o sólo cosas mías, que me estaba volviendo un viejo quisquilloso. Todos llegaron más o menos a la misma conclusión: comienza muy bien, pero… ¡¿Y el final?! Eso mismo todavía me lo ando preguntando yo. De todos cuantos había en el limbo de los finales, Ricardo, tuviste que rematar tu ofensa con el peor…


Desde entonces había querido escribir algo sobre Menéndez Salmón, sobre su ofensa –la novela, no su final–, pero acabé siempre postergándolo, así que aprovecho ahora, aprovecho ese estupendo aforismo que le leí días atrás en una entrevista, para quitarme la espina.


Ahora volvamos al principio. La escritura como herida, “como enfermedad” si es que seguimos al autor de “La ofensa”. Los escritores como “enfermos” que intentan curarse, que escriben para “autocurarse”. Yo estuve enfermo entonces y sigo enfermo ahora, todo y que la de ahora sea una variación, una evolución del mal de entonces. Lo que Menéndez Salmón se dejó en el tintero es que la escritura es un “mal incurable”, una suerte de “ébola hiperlaxo”, se lo toma con calma sabedor de que no habrá antiviral que lo subvierta. Antes o después te acaba destruyendo. Te acabas –auto– destruyendo. Es una quimera y una paradoja, una aporía; contradicción pura, sin adulterar. No hay más médico que uno mismo, la única vía la tan cacareada “automedicación”. Escribir para no sucumbir a la realidad, para sucumbir inmerso en la literatura; un fin sin duda harto más preferible.


Por eso, como cualquier habitante del corredor de la muerte, como todo infectado terminal, envidias la vida de la que careces, que ya no te pertenece. Proyectas hacia afuera tu mal, tu vasto poder de mortandad; anhelas la pandemia. Quisieras ver la entera humanidad agonizante, asediada por tus bubones, antes de irte al otro barrio… Es algo que está esencialmente imbricado en nuestras vísceras y que comparte con la guerra, la matanza, tantos litros de linfa como campos semánticos.


Un corazón enfermo es un corazón egoísta. Un corazón enfermo quiere vivir sobre la certeza del fin. Pretende seguir latiendo pese a la septicemia y los miasmas, pese a la gangrena que ya lo ha podrido hasta el tuétano. Porque la vida es el Polvo de los Polvos. El ubicuo placebo. Te engaña a la par que te engancha. Te engaña. Te engancha. Mucho más y mejor que el sentimiento amoroso, ese otro gran falsario. Te engaña. Te engancha. Te hace creer en la vida aun cuando apenas eres algo más que muerte.


Paralelamente y en contraposición, el cuerpo es sabio, el cerebro reptiliano sabe, que está enfermo, que se muere, que se hunde el barco; llega el tiempo de las ratas. No le queda otra que obedecer las órdenes de un general ciego, el corazón, ese Hitler alucinado que todavía sueña con bombardear Washington mientras el ejército rojo pasa Berlín a cuchillo, pero una vez fuera del búnker, a la sombra del dictador, el cerebro moribundo escribe sus propias contraórdenes: el virus, la epidemia, el odio, la rabia, el napalm, la guerra. Morir matando, la revancha, el desquite, llevarse por delante cuantos más mejor antes de que todo se apague: la termodinámica de las entrañas envenenadas funciona a la inversa que la Historia…

Por eso, la escritura como ajuste de cuentas con la realidad. Soy un enfermo terminal que se engaña, albergo esperanzas de un nuevo y rojo corazón. Espero que salgan de la nada las tropas que me salven de este hundimiento, cuando mis generales saben que éstas nunca llegarán, sencillamente no existen. Soy un condenado a la pena capital. Nada que perder y mucho que dañar. Me alisto voluntario a los cuerpos de élite de la wehrmacht de la rabia.


Pequeña y precisa máquina de odio. Soy un francotirador.


No aspiro a construir nada con mis palabras, sólo busco destruir, derribar, eso sí, selectiva, quirúrgicamente. No soy una bomba H, no soy un Auschwitz, no soy un pelotón de castigo. Soy un cirujano perverso. Un mad doctor con temporizador. La implosión de las Tinieblas. Trabajo solo. Me oculto y me hago uno con el paisaje urbano; desaparezco. Observo, sigo el movimiento de las siluetas a través la mirilla, apunto… disparo: blanco… Cambio de posición... Sé que tengo los días contados, tarde o temprano darán conmigo, entonces se acabarán, la enfermedad, el dolor, este rencor…


La escritura como apósito, compresa helada contra la fiebre del sinsentido y la lepra de la tristeza. No hay órgano humano más susceptible a la enfermedad, el corazón, enseguida evidencia síntomas de “tiranía”. Primero crónica, al fin mortal, devastadora entre medias, en los adentros y también en las afueras.


La escritura como herida. La vida como desquite. El corazón como tiranía. Soy un francotirador.

Por no empolvarte la nariz

Me había terminado la madalena en un abrir y cerrar la bocaza, bien buena, gustosa gustosa, la verdad, y tierna como un beso cerdo en la penumbra de tu portal, ¿recuerdas?... ¿No? Pues yo sí, vaya si recuerdo, menudo lubricente tornillo salivoso, aunque no me extraña tu desmemoria de estos días y los que vendrán, siempre supe que a la larga acabarías saliendo a tu madre, Dios tenga en su seno un buen solar destinado a albergar su ubicuo pandero… Pero quedaban los restos en la mesa, la madalena: unas miguillas rubias, el emboltorio arrugado, para los cochinos, y una pepita de chocolate que se salvó de mis ácidos gástricos, dispersa, en órbita elíptica sobre la taza de café. Pensé en dejarlo allí, aquél montón de posmoderna basura, que lo recogiese el camarero, eterno sísifo aspirante a mileurista, pero me sentía cívico y social como pocas veces. A la postre, con las horas, descubriría que tamaña heterodoxia en mi carácter se estaba debiendo a la fiebre, lo que me tranquilizó no poco, así lo reconocería si es que alguien me preguntara. Tomaría un termalgin, yéndome a la piltra tan contento, previo gozoso paso por la casilla de la Calle Onán, en el solitario monopoly de mis sábanas. Pero antes de eso me acababa de zampar la madalena y tú hacía tiempo que ya no me besabas como si pretendieras opositar a la cátedra Tera Patrick de lascivias y humedales, me sentía, no obstante, filántropo o algo por el estilo, estaba allí, quería hacer algo típico de un hombre de provecho con todos aquellos deshechos postalimentarios, lo que se supone hace todo hijo del vecino de alguien que paga sus impuestos y rellena la casilla de la Santa Sede y esa misma noche deja a la mujer viendo la tele y se va de putas. Busqué una papelera, algo algo por el estilo, un lance aquí sus detritus y olvídese de cualesquiera remordimientos de conciencia, un cubo de fregar aunque fuese, total, a la chacha de la limpieza no le iba a importar, ni iba a notar la diferencia, si es que miraba. No di con nada semejante. Tampoco tenía muchas ganas de ponerme a buscar. Entonces la vi, los vi, una pareja de enamoraduscos del copón, mirándose como se miran los que creen firmemente -hasta se apostarían los piercings- que el universo dejará de escupir entropía para detenerse a contemplar sus bobalicones intercambios de pupilas. Él me importó poco, lo que se dice una mierda, bien le podrían haber reventado la quijada de un equino pollazo allí mismo y a mí me habría dado igual, sólo que esa foto, esa instántanea, ese tremendo aldabonazoo de caballuno colgajo, bien podría valer un par de Pulitzers... Pero ella, uy ella, ay ella, joder con ella, cuidado mucho cuidado con ella; vamos, que no se merecía su linda carita estar componiendo semejante rictus de manierista ñoñería. Más bien todo lo contrario. Empecé primero a especular, poco después a construir lúbricos castillos en el aire según previos y abusivos planos; su escote y mi entrepierna ubicuos protagonistas… ¿Soy o no todo un poeta?... Siguieron así un buen rato el par de tortoletes, hasta que al fin se cansaron y el mostrenco cogió la bandeja con sus respectivos restos de inmundicia y se dirigieron, él y la basura, allá dondequiera que el común de mortales acumula la mierda antes de que otros la inyecten por correo certificado en las raíces profundas de la cadena trófica. Mientras tanto, el chorbo fuera de plano, buscando con nulo éxito una papelera, ella quedó solitaria, descubierta, inerme; mirada perdida en el fondo de algo, con ojitos tristillos de necesitar mucho amor. Suspirante... Regresó él, ella se levantó. Salieron juntitos de la mano, muy felices, espectativos de la vida y sus luces por venir, ingenuos de la hostia -no hay más que ver las ojeras que te agarran por los huevos rozando los ventilargos-... Enternecedor. Pero cometieron el error terrible, vaya que sí, lo pagarían caro, bueno, sobre todo él, sólo él las iba a pasar putas, porque para ella tenía otros planes, no menos turbios, mas no dañinos a corto o medio plazo, quizá un tanto degradantes pero en absoluto dolorosos, que no por nada la civilización nos regaló la vaselina... Lo dicho, que se habían dejado el vaso del café, el de ella, por supuesto. Allí estaba aguardándome, el muy pillo, susurrándome ven aquí, guapo, que la podemos armar gorda, conque antes de que se acercase cualquier camarera chusca y mal pagada con una de esas berrugas en mitad del belfo superior a desbaratármelo todo, me acerqué con sordo sigilo y presta descreción a su mesa, armado además de la más alquimista y swedenborgiana de mis aposturas, y lo hice, sí, lo hice: arrojé mi pepita de chocolate a su culillo de café con leche… Nadie me vio, estoy seguro, y ahora el hechizo ya fue consumado: nena, serás mía… Ahora sí vas a ver.

Tufoman Vs. Vampiro Wireless... ¡Coming Soon!



La biblioteca pública, ese sitio al que la gente acude a todo menos a leer. Antes verás a un par de tórtolos sobeteándose las bajuras y lengüeteándose las alturas que a un tipo leyendo un libro. Quiero decir "un libro". Un solo y triste y puto libro en condiciones.

Fauna para todos los gustos: estudiantes que odian a sus padres porque no les pudieron pagar universidad privada, lectores de periódicos por el morro, huérfanos de conexión de banda ancha, corsarios de deuvedés, melómanos piratas, inmigrantes que como no conocen el idioma -ni ganas que tienen, ya se encargarán los politicastros de traducirles al árabe los rótulos esenciales sólo por política y electoralista corrección- se dedican a armar barullo y tocar los santos cojones. Aquí se viene a pasar los apuntes a limpio; a chismorrear con la Vero que esta mañana el Joshua me ha tocao una teta y yo le he metio la mano en el calzoncillo, tíaaa!; a mirar las fotos del príncipe y la Pantoja en la Lecturas; a completar la discografía de Chimo Bayo... También a actualizar el blog, por supuesto.

Hasta hace veinte minutos tenía ante mí a una chicuela super mona y de tipito genial, con un peinado de lo más fashion, unas tetitas picudas y golosas bajo el suéter a cuadros, y labios carnosos y apetecibles, de los de enviarte directo al calabozo por escándalo público. Así no había manera de escribir. Me he puesto a mirar el correo, ojear algunas páginas; sacrificar el tiempo a medio camino entre la histeria y una brutal erección. De cuando en cuando levantaba la vista, estaba enfrente; no tenía más que alzar los ojos por encima de la pantalla del portátil y me los encontraba, sus labios hipercárnicos o sus tetines joviales, en función de mi ángulo de descaro. Estaba ella tan metida en su pantalla que no se daba cuenta de mi estupro visual. De vez en cuando la escrutaba, este pedazo de cara, aquél de brazo o muñeca desnuda, éste de pecho vestido pero cierto, y acto seguido desviar la cabeza, a babor o estribor, igual daba, no fuese a apercibirse de que la estaba violando con la mirada. Luego la ha llamado alguien, probablemente el maromo, porque han como discutido por teléfono y eran esa clase de mohines y reproches que sólo se tienen con el compinche de cama. Ha recogido los bártulos echa una hidra y se ha marchado. Cuando se ha dado vuelta para enchaquetarse el tronco menudo he aprovechado para ojearle profusamente y en profundidad su soberbio culo de añiles tejanos. Menos mal que se marcha, pensé tonto de mí, ahora podré escribir algo, y fue desaparecer por la puerta acristalada, atento yo a sus andares de temprante emulsión de textiles epidermis, y aparecer este pavo cabrón que ahora tengo delante, justo donde estaba ella, Miss Tetitas Picudas me da por rebautizarla justo ahora que se evapora de este relato.

Os presento a Pestífero, de ahora en adelante os dirigiréis a él como Pestífero o Sr. Pesteman, auténtico terror de mis napias. Yo a Pestífero ya lo tenía sufrido de una tarde no muy diferente de ésta, en la que se me sentó al lado, amargándome de forma semejante la pituitaria, revolviéndome hasta tal punto el estómago, que al final renuncié a lo que estaba haciendo, así como a la castaña carrillos casita de chocolate que tenía delante, muy mona ella también, aunque no tanto como Tetillas Golosas. Me las piré de allí, es decir, de aquí, porque hasta la mesa fue la misma, o sea ésta. Desde entonces lo había vuelto a videar un par de veces, al Sr. Pesteman, deambulando por aquí, dándoselas del Reverso Tenebroso de la Fuerza de un Air Wick, y fue verlo y apuntarme voluntario a la primera expecición que partiese hacia Cabo de Hornos, porque si ya me molestaba verlo, al tipo, lo último que quería en esta vida era también "captarlo", esto es, caer noqueado ante su fetidez en tsunami. Menudo pestucio, amigos, una mezcla incombatible de rémora a sobaquina y fritanga de cebollas rancias. Hitler hubiese impuesto el alemán en Arizona con cien Pestemanes como éste...

¡Por Dios! Es que no hay nadie que le diga a este estudiante de qué sé yo qué -no quiero ni imaginar qué clase de inhumana tortura ha de ser compartir aula con semejante individuo-, que las flores se mueren a su paso, que no le hace falta ni el caballo, la hierba no vuelve a crecer ni aunque pise de soslayo, y Atila se le queda mirando, igual que un Da Vinci tomando apuntes del natural en un cuadernillo, por ver si puede enseñarle algo nuevo. Y lo peor es que puede, vaya si puede, este mamonazo... ¿Es que no tienes familia, tío? Padre, madre, no sé, que te diga, hijo mío, cariño, que tienes ya 30 años y los huevos negros, por lo que más quieras... ¡date un baño de una puta vez!... Novia, cómo ves, ni pregunto, aunque tendría que consultar qué porcentaje de anósmicas tenemos, por ver si tienes probabilidad estadística de pillar cacho...

¡Acaba de suceder algo insólito! Hacía tiempo que quería hablar de Vampiro Inalámbrico y mira tú por dónde Mr. Pesteman va y me regala la oportunidad. Vampiro inalámbrico es otro clásico de esta biblioteca. Vampiro Inalámbrico -Vampiro Wireless si es que sois nerds irredentos o leéis desde Gibraltar- no duerme en la biblioteca porque no le dejan, pero anda haciendo gestiones para que le pongan un catre y una escupidera en el almacén más cercano al cagadero. Vampiro Inalámbrico está cada puñetero día, sin falta, a las diez de la mañana en la puerta, esperando que abran, es el primero en entrar y el último en irse. Lo verás siempre aquí, adherido a su portátil como adolescente a grano pajero, y si no lo ves es porque está por ahí, fumando en la calle o cascándosela en el lavabo, pero su portátil, ése sí, ocupará siempre media mesa y un enchufe libre. Porque Vampiro Inalámbrico no come ni bebe ni caga, se alimenta del internet gratuito mensualmente apoquinado por el humilde ciudadano... Pues bien, ver para creer, tal es el gas tóxico que desprende esta humana masa de antihigiénicas costumbres que conocemos por Pertífero que, atención atención -redoble de tambores, triple mortal sin red y con tirabuzones-, ¡Vampiro Inalámbrico acaba de renunciar por voluntad propia a su diaria dosis de conexión por la jeta!, se ha pirado con cara de malas pulgas y lanzando miradas envenenadas a Mr. Peligro Biológico. Inaudito.


Ya sé que habrá quien piense que me paso tres pueblos, quien incluso afirme que me lo estoy inventando; bueno, bueno, estáis en vuestro derecho, qué duda cabe..., ¡pero sólo yo estoy aquí aguantando a este cabronazo apestador! ¿Si fuese un protagonista de Mystery Men cuál sería? Lo tengo claro: se llamaría Tufoman y su poder estúpido y letal sería el ántrax directamente expelido desde sus axilas...



No obstante, como a veces, sólo a veces este puerco mundo observa algún resquicio de justicia poética, he comprobado en mis estadísticas que algún pobre incauto entró aquí después de escribir "cosas que hacer en Reus a mediodía" en el google. Me parto... No pudo escoger "mejor guía", la verdad, eso le pasa al tiñalpa por venirse hasta aquí a hacer turismo, le está bien empleado. Si quieres puedes venirte a la Biblioteca Municipal, Xavier Amorós de nombre, para más señas, más o menos entre las tres y las seis de la tarde, márcate un garbeo por la zona de conexión wifi, verás qué aroma, verás qué gusto, veras qué buen recuerdo te llevas de la ciudad de la Rosa y el General Prim...

Una pequeña venganza que me cobro a cambio de soportar este hedorífero calvario.

Y ahora, sin más dilación y si me disculpáis, dejo a este amo de lo guarro con su peste y me marcho a pedirle prestado a Terry Gilliam parte del atrezzo de 12 Monos, a ver si me procuro una honda ducha desinfectante a base de cal y cepillo de caballo o sosa cáustica sin rebajar...


Un Fénix y sus cenizas

Todo es como recién estrenado cuando tardas diez minutos en llegar a casa desde el coche, cuando piensas que saliendo un cuarto de hora antes llegarás a tiempo a tu cita y acabas llegando quince minutos tarde, el tiempo se ensancha como un vientre en el noveno mes, como un globo de chicle tocado de la semitransparenica inerte del condón echado a perder, sepas o no quién coño fue Bergson y qué se le pasó por las mientes. Tiempo de leer mientras cojeas, de escrutar el rostro del prójimo mientras cojeas, de observar mientras cojeas cómo las ambulancias se hacen sitio más a base de empellones de acelerador que de cantos de sirena y luminarias. Coches montando las aceras, transeúntes espectantes, ávidas sus gargantas de ajena tragedia, y, siempre, insoslayable, el listillo de turno, el último de la fila, tremendo cabestro que hace de la ambulancia su particular lanzadera, transformándola en galgo, para ponerse detrás, el primero, a resguardo, para adelantar cuánto, ¿un semáforo?, tres minutos, y aun después, ya en casa, si es que no consiguió -matar y- matarse en el camino, lo contará a la familia en forma de batallita: ‹‹Si es que no se puede ser tan bueno, os lo digo yo...››

Tanto tiempo a tu disposición, en suma, a pesar de ser ten mortales, tan transitorios, que al final te hartas, agachas la cabeza para no tener que arrastrar tanto humano espectáculo de pupilas adentro. Contemplar tu cojera mientras cojeas... Un paso bueno, el izquierdo, y otro a medias, el derecho; Frapfratap. Sólo me faltan el bastón y la chepa. Frap, fratap. El resto más o menos lo tengo. Frap, fratap. La feúra congénita, la mala hostia reconcentrada. Frap, Fratap. Sería Marty Feldman en Young Frankenstein... ¿Es usted Aigor? ¿Es usted Frodoric? ¡Se pronuncia Frederick... Frederick Fronkonstin!

En fin, que observo mis pasos avanzar a duras penas, frap, fratap, porque mirar la humanidad me produce náuseas, más dañina que un fin de semana con los gastos pagados en el alegre corazón de Chernobyl, y no puedo quitarme a Kevin Spacey de la cabeza, Sospechos Habituales, me digo: ‹‹Bueno, y ahora voy a hacer como Keyser Soze... poco a poco, paso a paso mi cojera se irá convirtiendo en un caminar ágil y desenfadado y los habré dejado a todos con un pamo de narices, les habré dado bien por el culo... Ahora... Frap, fratap... no, ahora... frap, fratap... no, espera... frap... ¡Ahora!... fratap...›› No hay manera. Es como cuando aprendía a jugar al frontón. Me metían unos palizones del quince. Y después de cada punto perdido me decía: ‹‹Bueno, y ahora basta de tonter'ias; ahora vas a empezar a jugar››. Ni que decir tiene que todo eso no servía de una mierda. Me machacaban sin piedad.

A la gente le gusta machacar, aunque sea en silencio, aunque sólo sea a base de mirar, les pirra, ven tu tara y la comparan con su tara. Eso les hace sentirse mejor. Porque tu tara se ve, la suya en cambio pasa desapercibida. En el tiempo que tardas tú en llegar a la churrería, cojitranco de las pelotas, a mí ya me ha dado tiempo de comerme unos buñuelos rellenos de crema, reírme del ciego que vende cupones, llegar a casa lanzado, detrás de un camión de bomberos en misión especial, y decirle mecagüentuvida a la parienta, como es preceptivo.

Estaba en la biblioteca esperando mi turno para llevarme prestados unos libros. Delante mío una señora de una edad más que mediana, le toca, la cola avanza un paso y pone en el mostrador "Destino de Caballero": ‹‹me llevo esta››. A la gente le pone más el morbo que una mamada del infierno. ¿Que Heath Ledger se ha matado? Bueno, ni siquiera sé quién narices fue, pero vamos a ver algunas de sus películas, qué demonios... Al fin y al cabo, le he ganado. Él está muerto y tú sigues vivo. Reconfortante reconfortante. De todos modos esta tipa me suena, creo que también salió de su madriguera cuando lo de Umbral, quería uno de sus libros: ‹‹Del que se acaba de morir››; ¿Pero cuál, señora?; ‹‹Da igual, cualquiera...››

Umbral está fiambre y River Phoenix está fiambre y Heath Ledger está fiambre y Brandon Lee está fiambre y es curioso y casi estremecedor constatar cómo Ledger haciendo de Joker se parecerá a Lee haciendo de Cuervo, casi tan curioso como estremecedor comprobar que Umbral y Phoenix no se parecieron en nada, lo que sin duda añade cierta pizca de cordura al cosmos, falta le hacía, mas no impide que algunas ambulancias lleguen tarde antes incluso de haber recibido la llamada de auxilio...

Porque algunos vivos, sin saberlo, ya transparentan la calavera que han de ser en breve...

 

La senda equivocada



Justo una semana atrás escribía en una cafetería sobre un “yo” muy parecido a mí que cojeaba porque el día antes se había destrozado el pie jugando a fútbol en plan pachanga, y ahora, también desde una cafetería, aunque muy distinta de aquélla, escribo sobre cómo lo hice, lo de escribir sobre el dedo roto, quiero decir. Coincidencias como garfios de enganchar la carne… Borges se quedó corto, la literatura, por extensión la vida –nunca al revés–, es un jardín de senderos que “se trifulcan”, se yerguen sobre sus colas igual que cobras enfrentadas, se atacan alternativamente, una y otra vez avalanzándose eléctricas sobre su oponente, a base de flashes de colmillo y dentellada, y mientras nosotros fuera, del sendero y de la vida, espectadores, contemplando atónitos cómo fuerzas superiores a nuestro ADN, más vigorosas cuanto más quiméricas, prueban a matar sin matarse en el juego de la ruleta rusa, apostándose en la partida nuestras vivencias. Ya manda huevos el asunto, tener que pasar por taquilla para asistir a la proyección de nuestra propia película, interpretada por actores a los que jamás hemos de parecernos, tan guapos ellos, tan sin ruina la máscara de su rostro, ya antes incluso de la rigurosa sesión de Photoshop.

Patricia Highsmith dejó escrito algo así como que un escritor que no escriba cada día no llegará a ser nunca un verdadero escritor. Podrá llegar a ser un buen corresponsal, un audaz productor de cartas, por ejemplo, pero no “un escritor”, esto es, un novelista. Pienso que hay mucho de cierto en estas palabras, aunque no todo, porque al final a Patricia se le acaba viendo el plumero. Ella fue novelista. El siglo XX ha sido el primero en anteponer la novela a cualquier otro género literario, y hasta tal extremo ha sido así que hoy día poetas, dramaturgos, guionistas, ninguno parece merecer el calificativo de “escritor”. Hoy, más que nunca, escritor sólo es aquél que escribe novelas.

Pero a Highsmith le concedo la razón en todo el resto. De hecho, veo su apuesta y la doblo: cualquier escritor que no sea capaz de mentirse a sí mismo y a sus lectores, por bien que escriba –aunque escriba cada día– nunca alcanzará a ser un auténtico escritor. En cierto modo se trata de dejar de ser uno mismo para ser otro, para ser otros, todos cuantos existen, y aún más complicado, cuantos podrían existir; vampirizar la realidad para vomitar una realidad nueva, tan distinta de ti y a la vez tan infusa en ti que cualquiera que te conozca como si te hubiese parido ni le pase par la cabeza relacionar dicha realidad, ese mundo nuevo, con tu pluma. Eso es escribir. Eso es ser escritor –novelista o no–: no tanto convertirte en un hábil mentiroso, un pinocho compulsivo, como conseguir que tus mentiras sean verosímiles, y que nadie se atreva a señalarte como fuente de semejante engaño.

En este sentido, por ejemplo, quienquiera que me conozca un poco podría señalar con poco temor a equivocarse qué partes de mi relato fueron verdad y cuáles ficción, pura argucia. Por lo tanto, reconozco que en gran parte fue un texto fracasado: había en él demasiado de mí, de un yo, además, desprovisto de antifaces, ajeno a todo baile veneciano. Así pues, ¿cómo lograr que un lector quiera seguir sabiendo de las desventuras de un tipo del montón y su pie machacado? Sin duda es una buena pregunta que, no obstante, me guardaré mucho de intentar contestar…

En mi caso tenía un claro punto de partida, mi dedo roto, y contaba con poco más que mi dolor y mi supremo cabreo para llegar a alguna suerte de final. Me puse a escribir como muchas veces antes he hecho, como tantas otras se puso Stanislaw Lem, como Poe dijo que jamás debía hacerse, esto es, sin saber adónde me conduciría nada de todo aquello. Desde el principio me puse a escribir careciendo de un final. Es un mal sistema, estamos de acuerdo, pero es que realmente no pretendía llegar a ninguna parte. Me sentía puteado. En aquel momento me importaba un bledo el 99% de mi realidad. Sólo existían el folio en blanco y el dolor en la punta del zapato. Y de ahí, en aluvión, todo lo que arrastró el río desbocado de mi rabia y mi impotencia.

Si, como Highsmith, tuviese alma de escritor, de novelista, habría sido capaz de poner en escena a un tipo tan distinto de mí que nadie, ni la madre que me trajo, podría haber dicho que era hijo de mi esperma mental. Cojeando, con el pie hecho fosfatina debido a un accidente de esquí, de bolos o de petanca, hubiese cogido el autobús por primera vez en años, y allí una chica guapa, morena, ojos grises como la menstruación de un lingote de plata, leyendo a Céline, concretamente el “Viaje al Fin de la Noche”. Esta escena, si ya es prácticamente imposible en una gran ciudad, en un autobús público del provinciano y pequeñoburgués municipio de Reus, como comprenderéis, más que una ambiciosa ficción es toda una utopía. Entonces mi personaje, venciendo su legendaria timidez, decidiría abrir la boca: “Ese libro es muy bueno…”, y a partir de ahí, quién sabe, quizá una historia.

En lugar de esto decidí lo de siempre, no salir de mí, quizá porque tenía el pie hecho cisco y cualquier movimiento suponía una tortura, tal vez porque soy esencialmente un vago, muy probablemente porque no me siento ni me he sentido nunca escritor. Debido a esa incapacidad, la de mentir sin ponerme rojo, sin que todos, del primero al último, sepan, y acto seguido señalen con el dedo como ultracuerpos: “Ha sido él”.

Prefiero la bifurcación opuesta del sendero, la cobra que pierde la partida y paga la derrota con su vida, puede que porque, ingenuo de mí, me gusta pensar que el coraje siempre te honra, más aún en la derrota que en la victoria, y sobre todo en la muerte. Escogí la orilla oscura y deslucida, poblada de quienes no llenaremos nunca ni la más triste contraportada; la verdad, amarga y ácida. Escribir como si no hubiese de haber mañana, contra uno mismo y de rebote contra las afueras, desde el odio y la venganza, desde esta vesánica amargura. Convertir en inverosímil la cruda realidad porque muy pocos quieren recordar que el día a día se regodea en ser tan hijo de puta.

Todo sigue igual



El infortunio, la suerte perra, es el reverso tenebroso del dinero, su cara oculta de la luna, y como tal también crece exponencialmente, es decir, que igual que el dinero llama al dinero, la mala suerte atrae más mala suerte a tu alrededor, se extiende y ovilla sobre una vida humana como una plaga, hasta que llega el día en que te sientes tan rodeado de desgracia que empiezas a pensar que eres gafe o estás maldito. Ni que decir tiene que ambos elementos, dinero y fatalidad, como antagónicos que son, no congenian; y de ahí que quienes tienen mucho dinero escapen razonablemente bien a las zarpas de la mala pata del mismo modo que ésta impermeabiliza las vidas de sus desgraciados, impidiendo que el dinero en abundancia se filtre hacia sus bolsillos. De entre todo el amplio corolario de desgracias, no obstante, las hay mucho peores que tener un vivero de arañas por cartera; la de ser un abonado a los servicios de Urgencias, por ejemplo.

Me cuesta la media hora larga llegar hasta el quiosco desde mi casa, apenas separados por quinientos metros, seiscientos a lo sumo. Compro el bonobús y salgo, me acerco a la parada, consulto horarios y paradas; hace años que no viajo en autobús. Faltan algo más de diez minutos para que pase y de todos modos ahora mismo me urge más que ninguna otra cosa un café con leche, lo noto como un prurito sangrante en el alma, un ardor parecido al que debía sentir en los dedos Billy el niño segundos antes de desenfundar. ‹‹¿Perdón, cómo decís? ¿Un adicto al café con leche?...›› No, no exactamente, o mejor dicho, no del todo. Más adicto a las cafeterías que a la cafeína. No sabría cómo explicarlo... Mi mono es la necesidad de poner por escrito algo, lo que sea, todo esto en definitiva, este cúmulo de pensamientos y sensaciones, y en pocos lugares funciono mejor que en una cafetería.

El primer golpe de —buena— suerte en lo que va de año; hay una abierta —es domingo, once de la mañana— muy cerca de la parada de autobús, de modo que entro, enseguida mi ostensible cojera cosecha toda la atención del respetable; unos abandonan por segundos sus conversaciones, otros levantan la mirada del periódico, las camareras se quedan con las tazas en vilo, suspendidas a medio camino entre la máquina y la bandeja. Todos me miran, es decir, escrutan mi cojera, sondean mis piernas incapaces: ‹‹¿Esa es la cojera de un tullido o la de un subnormal?››, y acto seguido suben, miran la cara, mi rostro, que bien podría pasar por el de un tullido cualquiera, pero nunca por el de un disminuido mental, aunque más bien, por la barba de días y las profundas ojeras después de una noche muy larga y muy de mierda, debe parecerles más el de un yonki o un etarra.

—¿Qué le pongo? —los “Buenos días” en boca del servicio son ya fósiles esqueletos de brontosaurio varados en la playa terminal de la cortesía.

—Un café con leche y una palmera, por favor —la dicción relativamente inteligible la desconcierta, no soy un yonki, está claro, pero lo que acaba de cortocircuitarla es el “por favor”. Se lo piensa dos veces, no se acaba de fiar. De todos modos, aunque no sea un drogadicto, por educado que me muestre, aún podría llevar una bomba de relojería escondida en la mochila...

Me sirve lo mío y no le doy la oportunidad de decirme que ya le estoy dando dos euros, no sea que me vaya sin pagar. Al fin y al cabo, pongámonos en su lugar, el refrán dice que se coge antes a un mentiroso que a un cojo, pero nada dice de los cojos mentirosos:

—¿Qué te debo?

—Dos euros —ella en cambio sí que se ahorra la coletilla del “por favor”, quizá porque anda escasa de educación y economiza la poca que le queda, tal vez porque piense que ya me ha hecho favor suficiente sirviéndome el café y la pasta en lugar de correr a llamar a la policía.

Le pago, aquí tienes, me arranca el billete de cinco, no dice nada, se vuelve hacia la registradora, vuelve con las monedas: ‹‹y tres euros de cambio...›› Los dos nos ahorramos el “gracias” de rigor. Cojo mi bandeja y me hundo lento y cojitranco en la mesa más distante de cualquier masa de carne humana.

Azucarillos, muevo, saco la libreta, el bolígrafo, doy un primer sorbo, y no es precisamente igual que Robert Duvall en Apocalypse Now; quizá el napalm le oliese a victoria, a mí el café sólo me sabe a cierto regusto de hogar, lo que, visto lo visto, ni me atrevería a decir que es poco aunque diste mucho de ser algo. Ahora pienso en Ángel González, que murió ayer, o al menos fue ayer cuando me enteré de su muerte, tal vez fue la madrugada del viernes, no sé. En cualquier casó sé que a partir de ahora asociaré siempre a este poeta con mi dedo gordo del pie derecho: él dejó este mundo a los 82 años el mismo día que yo me destrocé el pie a los 29. Cada vez que el tiempo cambie y baje la presión, las viejas cicatrices óseas rememoren sus primeros pasos y la punta del pie comience a gritar, pensaré: Ángel González, y muy probablemente me recite aquellos versos suyos: “Hay mañanas en las que no me atrevo a abrir el cajón de la mesa de noche / por temor a encontrar la pistola con la que debería pegarme un tiro”.

No diré que me he despertado con ganas de levantarme la tapa de los sesos, pero sí que me siento cansado, muy cansado, y que éste amenaza con ser un domingo bastante cabrón. Me duele horrores el pie, mucho más que ayer, desde luego, y el doctor me dijo que lo peor estaba por llegar: ‹‹A partir del tercer o cuarto día sí te va a doler de verdad››. ¿Por qué nunca aprendo la lección?... Porque soy un cabezota irredento, por eso, y por estúpido, irredento también. Ni que me pagasen por ello, tuve que meter la pierna donde todos los demás hubieran saltado. Descuajaringarse el pie un sábado por la tarde en un partido de pachanga; ¿cabe ser más “loser”? Los cementerios y las plantas de traumatología están a rebosar de estúpidos como yo. Menos mal que no he tenido que vivir ninguna guerra, apuesto que me habrían abatido a las primeras de cambio, de la forma más estúpida, mientras atacaba solitario un nido de ametralladoras o retiraba de la línea de fuego el cuerpo muerto de algún compañero; después la nada, la oscuridad; forraje para los gusanos.

Lo único que saco en claro es que ya no volveré a jugar a fútbol, y no porque me arrepienta, sino porque cogeré miedo, a chutar, a golpear, a meter la pierna. Dejarte los huesos en el campo es una tocada de pelotas, qué duda cabe, pero mucho peor es jugar para no jugar, es decir, para no ganar. Si he de jugar a perder mejor me quedo en casa.

Y eso que aún no he pasado por lo peor. Mucho peor que el dolor y el mes y medio que me espera, de autobuses y cojeras. Lo peor vendrá ahora, cuando termine de escribir y coja el autobús hacia casa de mis padres: ¿por qué cojeas?; me he roto un dedo; ¡¿cómo?!; fútbol...; ¡¡¡No, si no aprenderás nunca, siempre tienes que andar haciendo el burro, cuando aprenderás que ya no tienes veinte años!!!; estoy bien, papá, sólo me duele cuando me río, pero, como de costumbre, gracias por preguntar... Y luego el silencio, y las malas caras por ambas partes, en ambos frentes, y mi madre en medio, en tierra de nadie, capeando mal que bien el temporal, inerme y sin casco...

Que todo cambie —y se rompa— para que todo —incluida tu mala pata— siga igual, ya lo dijo el fulano aquel, Lampedusa, sin duda desconociendo que acababa de formular una suerte de Verdad Universal.

Perdonad que no me levante

Ojalá estuviese lloviendo a mares, una tormenta infectada de truenos, con abundante aparato eléctrico, como la de The Spiral Staircase, por ejemplo; que durase toda la noche, que sólo se apagase con las primeras luces del nuevo día, cuando ya todo sucedió. Una noche de tormenta de las que hacen salir de sus madrigueras a los asesinos y a las víctimas potenciales resguardarse en casa, en espera de las manos estranguladoras que les nieguen el día por llegar y todos los siguientes. Eso y un buen fuego; delante de la chimenea que siempre he soñado, retrepado en un confortable sillón de los que ya no se hacen, y un libro que todavía no ha sido escrito: leerlo hasta altas horas arropado por un par de mantas porque a pesar del fuego la casa es fría y fuera el infierno diluvia. Leer hasta quedarme dormido, o mejor, hasta que un rayo demasiado certero deje sin luz a media ciudad. Entonces, la semioscuridad ambarina, el fuego crepitante reflejado sobre mi cara y los cristales sucios de las gafas, impregnados de fantasmagorías digitales. Me levantaría con dificultad, con bastante dolor, arrugando el ceño, torciendo la boca, y me serviría un generoso trago de wishky, todo y que no bebo. Luego pondría toda la atención en notar cómo lentamente me abrasa las paredes del estómago mientras la lluvia interpreta su sorda y monocorde partitura sobre tejados y ventanas. Volvería a sentarme y cerraría los ojos. La lluvia asesina en los oídos y los miembros ateridos, las llamas imposibles untándome el rostro de calor amarillo, el dolor atenuado pero constante en la punta del zapato, y el verdugo de mis días, como un perro de presa, olfateando las calles negras y empapadas, en pos de mi aroma... Noches así no deberían terminar nunca.

Si las hubiese, claro, pero no es el caso. De lo descrito más arriba todo fue imaginado salvo una cosa, el dolor palpitante y sordomudo en la punta del zapato; mi dedo gordo del pie derecho, roto desde hace no más de seis horas y durante las próximas cuatro o cinco semanas... No tengo chimenea, así que habré de conformarme con el artificial ámbar de la estufa eléctrica. Tampoco tengo ese cómodo sillón en el que hundir mi culo y mi melancolía, este sofá barato que lleva años rompiéndome la espalda tendrá que aguantar mis huesos -y esta silla que ahora ocupo el peso de mi pie destrozado-. De libros que no se han escrito está el aire plagado, son como espíritus difuntos, vagando, no obstante, por un limbo distinto, infuso en corrientes abortivas y de sempiterna postergación. Se me ocurre escribir que todo sería un poco menos patético si pudiese al menos regalarme un buen lingotazo de fuego caoba garganta abajo, fuesen cuales fuesen sus consecuencias, pero sin duda lo peor es caer en la cuenta de que esta noche no lloverá y cuando llegue mañana, que llegará, las calles estarán secas y el dedo dolerá desérticos horrores.   

Para los que saben

El abismo entre lo que se pretende expresar y lo que al fin se acaba escribiendo. Y todavía peor, más insalvable: el que se abre entre lo que unos y otros entienden de cuanto escribiste, en función de su nivel cultural, sus lecturas, sus particulares apetencias, así como la cantidad de intangibles cicatrices infligidas por los años. Abismos, precipicios, acantilados de dientes escualos, arrecifes como apetito de cachorros. A un tiempo te arrebatan todas las ganas de enfrentar un teclado y te otrogan nuevos motivos para seguir aporreándolo.

Creo que empiezo a tener cada día más claras las dos orillas de este río perenne y sin desembocadura: escritores como la pintura doméstica, "de interior" y "de exterior", por llamarlos de alguna burda manera. Letras para todos los públicos, a ojos vista, como un cardenal morado a la altura de la clavícula; o bien letras intestinas, hepáticas, tumorales, sólo al alcance de radiólogos o audaces heterónimos de Ray Milland; hombres con rayos X en los ojos... ¿Que no entiendes nada? Pues ni siquiera te molestes en releer, si tienes que tirar para atrás o ponerte a pensar de qué demonios hablo es que los dos hemos fracasado: yo no conseguí que me comprendieras y tus ojos y circunvoluciones no ponen cachondos a los contadores Geiger... Ahora bien, ¿cuál de los dos tiene "un problema"? Añádelo a tu lista de interrogantes...

Exarcebando los extremos, por ejemplo, el catedralicio -estos días tan en el disparadero- Ken Follett sería un escritor para todos los públicos. Tan mayoritaro como inocuo. Alejandra Pizarnik, en cambio, es un incombustible mitocondrio de hermético autocastigo. Follett apenas te pide algo más que los 20 euros que cuesta el tocho de rigor y algunas horas de sofá para conducirte hasta la palabra "FIN". La loca argentina, sin embargo, va a reclamar de ti mucho más; querrá que te arriesgues, que tomes partido, que te adentres en los miasmas de su particular infierno. Tendrás que poner tanto de tu parte, tanto contenido de tu alma, como ella puso de la suya al escribir sus páginas. Tendrás que mojarte o desistir: renunciar a quedarte en la estéril superficie por no haber querido -o sencillamente no haber sido capaz- de ir un paso más allá: arrojarte al vacío sin paracaídas. Follett, y tantos como él, son un salvoconducto al firme transcurso inane de las horas. No ofrece nada porque no pide nada en contraprestación. Pizarnik es un demonio con piel de cordero y boca negra como pasillo de hospital o noches de insomnio y dolor amanecidas en un box de Urgencias. Exige de ti todo y a cambio todo -lo bueno, lo malo y lo terrible- te lo devuelve, por lo común con intereses, lesivos y suicidas.


En este sentido, no me interesa, como lector, cualquier escritura en la que no palpite un anhelo fáustico. Cuanto más años paso en este lado de la existencia tantos menos días me quedan, y lo último que deseo, por tanto, es emplear mis segundos en páginas inofensivas y sin artillería. Leer barato puede salir muy caro, sobre todo cuando has estado al otro lado; habiendo atacado las trincheras enemigas a la carrera, calada la bayoneta, regresar de una pieza y comprobar que no hay verdad sin peligro ni conocimiento sin riesgo, que la auténtica vida es la que avanza siempre pendiente del finísimo hilo, mortal y asesino, de la incertidumbre.

La argentina suicida no se cuenta a pesar de todo, en el panteón de mis indiscutibles, la puse como ejemplo antártico y visceral de lo que es escribir no ya para uno mismo, sino contra uno mismo. Igual que hago yo desde hace tanto, aunque desde divergentes posiciones. Es muy probable que debido a ella, dicha divergencia, Alejandra no comulgase con mis líneas igual que a mí me cuesta navegar las suyas. Los ha habido mucho más próximos a mis adentos sin por ello representar un menor desafío. Lautréamont, Beckett, Durrell, Céline, Kafka, Cioran, Burroughs, Celan, Ballard... No se pueden escribir libros como "Viaje al fin de la noche", "El almuerzo desnudo" o "Crash" sin estar seriamente enfermo. Hacer de tu propia locura la locura de otros: pienso que ya no estoy a tiempo más que de esta forma de literatura. Que los Best-Sellers y los Planetas y Nadales queden para quienes desconocen qué es una digestión accidentada, cuyas noches son como una hogaza de pan untada de mantequilla.

Esta es la razón por la que cada vez tengo más problemas para hacerme entender; porque, sinceramente, me importa un comino ser un muro infranquebale o un espejo abismal en el que mirarse la jeta. Me he dado cuenta de que, todo y su infinita complejidad, el lenguaje es una herramienta demasiado arbitraria e incapaz de los excesos a los que muchos la someteríamos con gusto. No se trata de ponerse a comparar. No es que debamos aventurar que la escritura es un chicle mucho menos maleable, por ejemplo, que la música o la pintura. Se trata de algo más profundo y perverso: lenguaje, música y pintura son sólo torpes y contrahechas máquinas de ordeñar la teta de la mente. Lo que hay aquí dentro es sencillamente demasiado. Habría que dejar de ser hombre; un neurocirojano alienígena, para sacar un inteligible correlato de nuestra diáspora mental. Pretendemos desenterrar el centro de la Tierra a pico y pala y disponemos apenas de 50, 60, con suerte los 70 años, no alcanzando en ninguno de ellos a ser más que un simple ser humano.

Dar a entender a un otro el óxido que pudre tu mente, tarea de dioses en manos subnormales...

 

No ha de ser la Última...

‹‹Bueno, después de unos cuantos días con el cerebro en blanco, me he despertado esta mañana y allí estaba el título, me había llegado en sueños: Los poemas de la última noche de la Tierra. Se ajustaba al contenido; poemas que hablaban de la finitud, la enfermedad y la muerte. Mezclados con otros, por supuesto. Incluso algo de humor. Pero el título funciona para este libro y para este momento. Una vez que tienes un título todo ocupa su sitio, los poemas encuentran su orden. Y el título me gusta. Si yo viera un libro con un título como ése lo abriría e intentaría lees unas cuantas páginas. Hay títulos que exageran para atraer la atención. No funcionan porque el engaño no funciona››

El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco

Charles Bukowski

 

 

"Poemas de la Última Noche de la Tierra", del viejo Hank, el rudo Hank, el gran Bukowski. Del todo recomendable, aunque no os guste la poesía, aunque os hayan hablado pestes de él, hayáis oído decir que no fue más que un borracho malhablado que vejaba a las mujeres y se sacaba la minga en mitad de las fiestas. Recomendable hasta para aquellos a los que no les gustan los gatos... Porque estos poemas son lo que Bukowski siempre ha sido, lo que todavía hoy sigue siendo: energía y desengaño brutales, cinismo y lucidez extremas; el ser humano a cara de perro contra su propio reflejo en el charco de los lodos y la mierda.

Me gusta pensar en Bukowski allí, viejo y final, en su casa de Los Ángeles, con su mujer y sus muchos gatos, rebasados los 70 años, bastantes más de lo que debería haber vivido tal y como se trató durante la mayoría de ellos. Me gusta imaginarlo allí, por las noches, escribiendo en su cuarto, frente a su recién estrenado ordenador, música clásica de fondo, un cigarro en los labios y la botella no muy lejos.  Escribiendo, escribiendo, escribiendo...

Su vida terminaba y él lo sabía, lo presentía, supongo que llegado cierto punto, cuando has vivido lo suficiente, empiezas a tener la intuición sobre aviso: sabes cuándo se te acerca por la espalda, cuándo viene por ti. Y a pesar de ello siguió bebiendo, continuó arruinando sus días en el hipódromo, persistió día tras día en no dejar de ser, mal que bien, Charles Bukowski, o Henry Chinaski, o un tal Follaski, o un tal Rabowski, pues todos fueron el mismo. Mientras lo leo lo recreo allí, en aquel cuarto, lejos de todo y de todos, escribiendo, pensando: "bueno, el mundo sigue siendo más o menos el mismo cubo de mierda que era antes de mí y lo seguirá siendo después. Y así debe ser". Me gusta pensar que mientras escribía estos poemas de la última noche de la Tierra, escribía también "Pulp", su última novela, así como los pensamientos que a la postre, tras su muerte, conformarían "El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco", un diario póstumo. Recrear en mi cabeza esa mole de carne vieja y arrugada, fea y terrible, sabia y tan esperpéntica, escribiendo noche tras noche estos libros que tanto han hecho por mí, me reconforta. Me tranquiliza. Me proporciona un algo de luz.

¿Luz para iluminar la mierda? Pues sí. ¿Absurdo? Del todo, pero decidme algo que no sea absurdo, que no encierre en sí mismo su propio contrasentido. No pasa un día cuyo absurdo no te sierre las pelotas si es que estás dispuesto a mirar. Otra cosa es que quieras tener los arrestos...

Hay poemas verdaderamente infernales en este libro. Infernales, sí. Y salvajes, y cegadores, e hipodérmicos. Directos a la vena cava del espíritu, y una vez allí, la hacen pedazos. Te convierten en vegetal o te sacan de él: has de escoger, porque la indolencia no es una opción. Están, sin ir más lejos, "Aire y luz y tiempo y espacio", "La Muerte se está fumando mis puros", "El Infierno es una puerta cerrada", "Antes del SIDA", "El fulgor de los números", "Ahora", "Confesión", "Cero", "Enfermo", "En el Fondo", "Chapoteando", "No tenemos dinero, cariño, pero sí lluvia", "La Retirada de Bonaparte", "Aire Negro y Frío", "La Música Clásica y yo", "Orden de Bateo", entre tantos... Son demasiados como para traerlos aquí, pero quizá sea "Victoria" el que mejor resume cómo revuelve tus tripas al enfrentar su genio:

 

‹‹los tratos que hemos cerrado

los hemos

mantenido

y al cercarnos los perros de las horas

nada

pueden

arrebatarnos

salvo

la vida››

 

Hay días que pienso que podría terminar mi vida y no leer nada más, que todo lo que hay que saber ya está aquí. Que no hay más sorpresas. Que no hay más luz que aquélla que puedas, tal vez, hallar en ti mismo. Que no hay postre, en definitiva, y la cena, como ya es costumbre, estaba para tirar directamente a los cochinos. Aunque siempre quedará el hambre, ¿no?... o al menos debería quedar... debería quedar siempe algún tipo de hambre.

 

 

"La distancia más corta entre dos puntos es a menudo intolerable", lo escribió Hank en uno de éstos, sus últimos poemas; viejísimo, enfermo, quemado, acercándose a su Última Noche en la Tierra... Esta mía, en cambio, no será la última, han de venir más, no sé cuántas, pero tantas de ellas terribles; ya siento que es verdad...